e mërkurë, 13 qershor 2007

EDITORIAL RADIOACTIVA INSPIRADA EN ARTHUR CONAN DOYLE


Tomamos la pluma con tristeza para relatar estos pocos párrafos, que serán los últimos que dedicaremos a dejar constancia de lo sucedido con nuestros antiguos señores, los hermanos Chang.

Se recordará que últimamente algo extraño venía ocurriendo con ellos. Se les veía preocupados, dejaban mensajes cifrados donde nombraban a unos tal Andropov, como si estuvieran llevando a cabo una guerra oculta. De hecho, podemos dar fe de que abrieron algún negocio con el fin de amedrentar a estos personajes enigmáticos. De allí la armería, para estar “armados hasta los dientes”. De allí la extraña talabartería, que como todo cuero, olía a batalla y a muerte.

Sin embargo, no conocíamos a fondo los entretelones de esta historia. Ni creemos que los sabremos por completo.

Hace unas cuantas tardes, un día domingo, los hermanos Chang entraron en la talabartería (sí, trabajábamos hasta los domingos sacando cuentas, lavando dólares). Tuvimos la impresión de que estaban más pálidos y enjutos que de costumbre.

No había en la talabartería otra luz que la que proporcionaba una lámpara colocada encima de la mesa donde cortábamos algunas tiras de cuero de vaca. Los hermanos Chang avanzaron pegados a la pared hasta llegar a la ventana y, juntando los postigos, los aseguraron por dentro con el pestillo.

-¿Tienen miedo de algo? –nos atrevimos a preguntar.

-Lo tenemos.

-¿De qué?

-De los fusiles rusos de aire comprimido (ruso).

-¿Qué nos quieren dar a entender?

Alargaron sus manos y pudimos ver a la luz de la lámpara que algunos de sus nudillos estaban reventados y sangrando.

-Como ven, no se trata de una minucia impalpable –dijo sonriendo uno de ellos.

-Todo lo contrario –dijo el otro-, se trata de algo bastante sólido como para destrozarle a un hombre la mano.

Quisimos saber qué pasó, y ellos respondieron que habían sido atacados, que todos sus guardaespaldas estaban muertos, y que al final, ellos dos habían tenido que luchar a puño limpio, que más de un hueso partieron, que más de un diente se llevó la carne de sus nudillos.

¿Pero quiénes eran sus enemigos?

-Los esbirros de los rusos Andropov –respondieron ellos.

En eso, se produjo un estallido. La puerta se abrió del golpe, seguida de una humareda. Como todo negocio de mafioso que se precie de ser negocio de mafioso, nuestro local tiene una puerta trasera, y por allí huimos, calle abajo…

Para contar lo que ocurrió a continuación, seremos concisos, aunque siempre exactos en lo poco que nos queda por relatar. No es tema en el que nos deberíamos extender, pues podríamos molestar a nuestros nuevos amos; no obstante, la nobleza obliga, y los rusos -con una leve afirmación de cabeza y una risotada atroz-, nos lo han permitido.

Así que sigamos.

Durante un rato vagamos por las calles de la ciudad, siempre sabiendo que nos seguían los pasos. En cierto momento, llegamos con los hermanos Chang a un puente que atraviesa el Guaire (no diremos locación exacta para salvaguardarnos).

Allí, cruzando el puente, fuimos interceptados. De un lado, había como treinta malhechores, del otro, la misma cantidad. Dejaron ellos pasar los carros que quedaban sobre el puente, y entonces quedamos allí, solos sobre el asfalto. Como era domingo en la tarde, había poco tráfico, poca gente en las calles y ningún testigo, por supuesto.

De cada extremo, partieron dos hombres hacia nosotros. Eran altos, gruesos, rubios, con ciertos rasgos mogoles y unos ojos azules bruñidos de maldad.

-Terribles Andropov –dijeron los chinos.

-Herrrrrrmanos Chang –dijeron aquellos hombres.

Los chinos y sus enemigos se miraron fijamente con miradas que se nos antojaron radioactivas. Para ellos, nosotros, los testaferros, no existíamos.

Estábamos allí, esperando que algo ocurriera, cuando unos hombres nos sujetaron desde atrás y nos colocaron unas compresas que cubrieron nuestras bocas y nuestras narices. No supimos más de nosotros…

Despertamos en la trastienda de la talabartería, mareados, perdidos.

Por fin recordamos lo que nos había pasado. Temimos por nuestras vidas y nos empezamos a mover con gran sigilo.

En cierto momento, nos asomamos a la parte delantera, y vimos a los dos rusos grandes, aquellos a los que los Chang habían llamado los terribles Andropov, haciendo como un inventario del local. Estábamos agazapados, observándolos, cuando uno de ellos volteó hacia nosotros y dijo:

-No sean tarrrrados, ya sabemos que están ahí.

-Ilusos campesinitos, mujicks venezolanos –dijo el otro.

-¡DA! –exclamó el primero, y ambos se echaron a reír a carcajadas.

-¡Venga, pasen, pasen acá con nosotrrrrros, tarrrrados!

No nos quedó más remedio que salir. Los rusos se acercaron, y nos dieron sendas palmadas en nuestros cogotes. Volvieron a reírse a carcajadas.

-Vamos, prrrregunten –dijo uno de ellos.

-Sí, prrrrrregunten la prrrrrrregunta lógica –dijo el otro.

Nosotros preguntamos por los Chang.

Ellos volvieron a soltar su tropel de carcajadas.

-Los arrrrrrrojamos al muy tóxico Guairrrrrre.

-Ya deben estarrrrrr en el fondo del marrrrr, convertidos en renacuajos mutantes.

De nuevo más risotadas.

-Ahorrrrrra, querrrridos mujicks venezolanos, tenemos una misión para ustedes.

-Sí, sabemos que son buenos testaferrrrrrros.

-Así que van a seguirrrrr trrrrabajando con nosotrrrrros.

-Los negocios seguirrrrán.

-Sí, nada de cancelarrrrrr concesión.

-Perrrrrro sí querrrrrremos un negocio nuevo.

-Sí, uno que nos encanta, uno que siempre hemos querrrrrido tenerrrrr.

-Una planta nuclearrrrrrr.

-Sí, nuestrrrrra prrrrropia planta nuclearrrrrr.

Y bien, aquí estamos. Vivos de vaina y con nuevos jefes. Eso sí, los negocios anteriores siguen abiertos, y hasta con uno nuevo andamos a cuestas; nada más y nada menos que una Planta Nuclear.

Amigos, suponemos que llegan nuevos tiempos, y así nos despedimos de aquellos a los que nosotros consideraremos siempre los mejores y los más entendidos de los hombres a quienes nos ha sido dado conocer (en comparación con los terribles Andropov, claro está, pero esto no digan que lo dijimos).

Nos despedimos hasta el próximo negocio Andropov.

Larga vida a nuestros señores rusos…


Fedosy Santaella y José Urriola (mujicks venezolanos)

FASCISMO MUTANTE

José Urriola C.


10 de febrero de 2019: El satélite Simón Bolívar, gigantesco pedazo de hojalata china que se averió el mismo día de su lanzamiento diez años atrás, inexplicablemente se sale de órbita y se precipita a Tierra. La caída es libre, el satélite se va atomizando en su fricción contra la atmósfera pero un fragmento en llamas cae en la boca del Reactor Nuclear Simón Bolívar 1 ubicado en la Planta Nuclear Simón Bolívar.


11 de febrero de 2019: El personal de limpieza y de seguridad, el único que aún trabaja en la desahuciada Planta Nuclear Simón Bolívar –vestidos como científicos e ingenieros, para guardar las apariencias- se presentan uniformados a sus puestos de trabajo. No se enteran de que los restos de plutonio y uranio que quedaban abandonados en el fondo del reactor han sido fisionados por el calor del pedazo de satélite caído. La radioactividad supera el nivel 10 de la alerta roja (1800 Curies de radiación), pero el sistema de alarma nunca ha funcionado. La exposición del personal a las emanaciones atómicas es sostenida y prolongada.

01 de noviembre de 2019: Nacen los gemelos Maikel Yordan Chacón y Mayic Yonson Chacón, hijos naturales de la encargada de limpieza de la Planta Nuclear Simón Bolívar, María Yotana Chacón. El mismo día de su nacimiento los niños arrojan mediciones de coeficiente intelectual superiores a 500 puntos. Entre fascinación y pánico son llamados: “Los mutantes”.

05 de febrero de 2026: Los mutantes, contando apenas con 6 años, comandan un golpe de estado catalogado de quirúrgico por los historiadores. La dictadora neo-ultra-feminista-lésbica-militar, Generalísima en Jefa Victoria Eugenia Iglesias Varela, es derrocada en menos de 5 minutos. No hace falta disparar un solo tiro para acabar con su férrea dictadura de más de una década. Bueno, sí, hace falta solamente un tiro: el que se dispara con su propia pistola de platino con mango nacarado la dictadora justo después de ser convencida de redactar su carta de renuncia acompañada de un mea culpa desgarrador que invita al suicidio a todas sus amantes-súbditas.

06 de febrero de 2026: Es coronada Emperatriz Omnipotente María Yotana I, madre de los gemelos. La primera medida que toma es convocar a las puertas del Palacio Imperial Simón Bolívar a todas las mujeres mayores de 15 años del imperio. Selecciona, a vuelo de pájaro, a todas aquellas que se le antojan más bonitas que ella y les manda a ejecutar in situ. Se instala la Foedocracia, el poder de y para las feas.

18 de febrero de 2035: Los mutantes, considerados los sujetos más inteligentes del mundo jamás, se reúnen a puerta cerrada en el salón Simón Bolívar del palacio imperial con su madre la Emperatriz María Yotana I. De allí ella sale convencida de que ha cometido un crimen espantoso al condenar a sus hijos a andar con puras mujeres feas. Convoca a cadena nacional e internacional de todos los medios comunicacionales existentes y, en vivo y directo -desde el Nuevo Stadium Simón Bolívar con capacidad para 1 millón de espectadores y en transmisión vía telepantalla a todas las calles y plazas del planeta- se suicida al tragarse con un embudo de cristal de bohemia acoplado a su boca todas las joyas de la corona que le son posibles.

19 de febrero 2035: Se decreta un nuevo orden: el del fascismo estético. Se justifica que todos los feos y las feas sean eliminados por cualquier medio posible. Se pagan recompensas jugosas a quien lo haga a mano limpia. Se importan, bajo mandato de Los mutantes, bellezas de todos los géneros, razas, tamaños, credos y grosores que llegan en hermosas hordas al Aeródromo Internacional e Interplanetario Simón Bolívar.

25 de noviembre de 2035: Se realiza un censo por toda la República. La población tiene un crecimiento del 50% en el último año. Niños y niñas hermosísimos pero brutísimos pululan por todo el país. Sus padres en un 97% están desocupados, no trabajan, no perciben ingresos excepto los subsidios y regalías que reparte entre los súbditos el gobierno de Los Mutantes. Eso sí: la República vive una era de apogeo en belleza y sexualidad.

01 de febrero de 2040: Se convoca a todos los habitantes de la República a un evento masivo sorpresa que tendrá lugar en todos los Nuevos Stadiums Simón Bolívar repartidos a lo ancho y largo de la nación y del orbe. La asistencia es obligatoria. En medio del concierto, en pleno espectáculo de juegos pirotécnicos, música novofolclórica, misiles y rayos, se disparan hectolitros de GSMB (gas sólo mata bellos). Mueren absolutamente todos los bellos y los brutos –“valga la redundancia” se excusan Los mutantes-.

02 de febrero de 2040: Se decreta un nuevo orden internacional: el fascismo intelectual, el poder de y para los inteligentes. Se realiza masivamente, entre los pocos sobrevivientes que quedan, el test Simón Bolívar de coeficiente intelectual diseñado y aplicado en persona por los gemelos mutantes. Todo ser vivo con IQ inferior a 400 es aniquilado por la misma máquina que realiza la prueba. Al culminarse todas las pruebas de medición de inteligencia, sólo dos personas en el mundo merecen vivir en el marco del nuevo fascismo intelectual: Los mutantes.

11 de febrero de 2040: Los gemelos se clonan en millares y dejan en cámaras criogénicas a los embriones mejorados que habrán de despertar a la vida en noviembre de 2065.

14 de febrero de 2040: Los gemelos se retan a un juego de ajedrez. Las reglas son: no está permitido comer, beber agua, levantarse de la silla, hablar ni claudicar, hasta que el juego arroje a un ganador.

18 de enero 2042: Ambos cerebros colapsan al mismo tiempo. Los gemelos en estado avanzado de putrefacción desfallecen incapaces de mover un alfil. El juego queda tablas.

14 de noviembre de 2065: Nacen los clones –femeninos y masculinos- de Maikel Yordan y Mayic Yonson. Cada uno de los ellos ha sido programado durante 25 años para ejecutar tres tareas: 1. Repoblar al mundo con pura gente brillante, 2. No cometer ninguno de los errores del pasado recogidos en este documento, 3. La mera utilización del nombre Simón Bolívar implica la pena de muerte.


RAYOS GAMMA

María Paula Herrero




I
–¿Y qué hacemos? –dijo Camilo.

–Podemos ir a casa 21 y espiar a la señora en el baño –propuso Sebastián.

–Hoy es martes, ella no vuelve hasta las 11 de la noche –indicó Camilo.

–El vecino de casa 18 se fue de viaje y dejaron los autos afuera –dijo Raúl–, podemos ir e intentar abrirle la camioneta.

–No creo que sea buena idea –dijo Gustavo–, desde que nos atraparon rayando los autos de la casa 15, no nos dejan acercarnos a ninguno.

–Y si vamos al comedor y nos robamos los cigarrillos – ropuso Raúl.

–¿Otra vez?, se esta volviendo aburrido –dijo Sebastián–, además, no fumamos y ya estoy cansado de golpearme al entrar por el hueco de la ventana.

–No fumaras tú –respondió Raúl.

–Busquemos algo nuevo, algo diferente –señalo Sebastián.

–Qué tal si vamos y entramos al edificio donde está el Reactor Nuclear –dijo Raúl.
–¿Y qué es eso? –preguntó Camilo.

–Según mi papá, es un inmenso productor de energía atómica –respondió Raúl.

–Y eso qué tiene de interesante –intervino Sebastián.

–No sé, pero desde anoche no dejo de pensar en eso –dijo Raúl–. Ayer mi papá y sus compañeros de trabajo comentaron en la cena algo sobre prenderlo. Creo que esta apagado. Desde entonces solo pienso en ir y encenderlo.

–Sigo sin ver lo interesante –dijo Camilo.

–No sé, un día fui al trabajo de mi papá y me sorprendió un inmenso cilindro de concreto en la entrada –continuó Raúl–. Mi papá me explicó que adentro estaba el reactor. No saben lo grande que es. Y resulta que ahora está apagado y podríamos prenderlo.

–Aburrido –dijo Sebastián.

–Bue… a mí me parece divertido –continuó Raúl–, podemos ir de noche y encenderlo. Podríamos generar un gran alboroto con el ruido.

–Y cómo sabes que suena cuando lo prenden –preguntó Camilo.

–No sé, por el tamaño y el nombre supongo –dijo Raúl–. La palabra Reactor parece ruidosa.

–Tú no sabes nada –señaló Gustavo.

–Ustedes lo que tienen es miedo de acercarse de noche –los retó Raúl.

–¡Mentira! –dijo Camilo.

–Claro que sí, y tú más que todos –respondió Raúl–. Eres un cagón, todo te da miedo.

–Cagón, tú –dijo Camilo.

–Haa… que fastidio… ahí viene Sofía –indicó Gustavo.

–Marico, pero si tu hermana es divertidísima –dijo Sebastián.

–Divertida para ti, a mí me parece un fastidio –respondió Gustavo.

–Hola chicos, ¿Qué hacen? –interrumpió Sofía.

–¡Nada! –dijo Gustavo.

–Decidiendo qué hacer –respondió Sebastián.

–Planificando nuestra visita al reactor nuclear esta noche –indicó Raúl.

–¿Al reactor? –preguntó Sofía–. Eso es muy peligroso. Yo tengo entendido que está custodiado por los guardias.

–Si, tan custodiado como el comedor –respondió Raúl.

–No seas tonto –dijo Sofía–, no es lo mismo. Esto produce energía atómica y es muy peligroso. Yo el otro día escuche a mi mamá…

–Ya cállate, Sofía –interrumpió Gustavo–. Como siempre, una sabelotodo. Estamos planeando ir esta noche y tú no lo vas a impedir.

–Yo solo decía… –murmuro Sofía.

–¿Y Cómo vamos a entrar? –intervino Sebastián.

–Le quito las llaves a mi papá –dijo Raúl.

–No me parece buena idea –indicó Sofía.

–Ah… cállate, claro que vamos –dijo Gustavo.

–Bien, entonces, nos vemos aquí a las 11 de la noche, traigan linternas –concluyó Raúl.



II
–¿Qué hace ella aquí? –preguntó Raúl.

–Mis papás se fueron al cine y no quería quedarse sola –respondió Gustavo.

–Bueno, vamos, no será la primera ni la última vez que nos acompañe –dijo Sebastián.

–Ah… Está bien… pero ni se te ocurra gritar –agregó Raúl– ¿Trajeron las linternas?

–Sí –respondieron los demás.

–Vamos, andando –dijo Raúl.

–¿Caminando? –preguntó Camilo–. ¿Estás loco?, el lugar está lejísimo.

–Lo siento, pero desde que nos encontraron haciendo trompitos con el auto, ya no me lo prestan –respondió Raúl–. Y esta vez escondieron muy bien las llaves.

–Marico, pero no pretenderás… –dijo Sebastián.

–Caminen, no nos vamos a quedar por eso –dijo Raúl.

–Pero… está muy oscuro –indicó Camilo.

–Pues, prende la linterna, güevón –dijo Raúl.

–Gustavo, tengo miedo, ese perro me está mostrando los dientes –dijo Sofía agarrando el brazo de su hermano.

–Sal de aquí, te dije que te quedaras en la casa –respondió Gustavo sacudiéndose.

–Ven Sofía yo te acompaño –dijo Sebastián tomándola del brazo.

–Gracias –dijo Sofía.

–No te preocupes, conmigo no te va a pasar nada –agregó Sebastián.

–Ya cállense y caminen –dijo Raúl.

–Sí, güevon, para ti es muy fácil –respondió Camilo.

–Hey… tengan cuidado, el perro de la casa 16 está suelto y ladrando –indicó Gustavo.

–Me va a morder –dijo Sofía apretando con más fuerza el brazo de Sebastián.

–Relájate, me estás haciendo daño –dijo Sebastián acariciando su mano.

–Ay… disculpa… es que todo esto me da mucho miedo… con esta oscuridad los pinos se ven muy tenebrosos… no hay ni un bombillo que alumbre nada… y los perros aullando… tengo miedo –respondió Sofía.

–Ya cállate. Te dije que te quedaras en la casa –dijo Gustavo.

–Ni loca. No después de las historias sobre mujeres violadas que me contaste anoche – respondió Sofí –. Estas casas están muy solas y apartadas.

–Si eres boba –dijo Sebastián–. ¿No te das cuenta de que son mentiras para asustarte?

–Igual me da miedo –indicó Sofía.

–Ya cállense ustedes tres, qué fastidio –dijo Raúl.

–Coño, marico, esta subida está muy jodida –indicó Camilo.

–Bah… Güevón… y tú no te la das de deportista –dijo Raúl.

–Buuuaaaaa… –gritó Hernán saliendo de detrás de un árbol.

–Aaaaaaaaaah –gritó Sofía.

–Aaaaaaaaaah –gritó Camilo.

–Ja, ja, ja, ja… si pudieran verse el rostro –dijo Hernán–, están todos más pálidos que un papel. Ja, ja, ja, ja…

–Estúpido, ¿no estabas de viaje? –preguntó Sofía.

–Güevón, qué susto nos diste –agregó Camilo.

–Acabo de volver y los vi a través de la ventana –explicó Hernán– ¿A dónde van?

–Vamos al edificio de Física, donde está el Reactor Nuclear –dijo Raúl.

–¿Y para qué? –preguntó Hernán.

–Vamos a encenderlo –respondió Raúl.

–¿Y para qué? –preguntó Hernán.

– Porque nos da la gana –respondió Raúl.

–Ah… qué bien… entonces los acompaño –agregó Hernán.

–Marico, ¿falta mucho? –preguntó Camilo.

–Después de esa curva como un kilómetro más –respondió Raúl.

–Al menos es todo plano –indicó Sebastián.

–Me duelen los pies y tengo sed –dijo Sofía.

–Cállate. Te dije que te quedaras en la casa –respondió Gustavo.

–Shhh… cállense y apaguen las linternas, escucho unas voces –dijo Raúl.

–Escóndanse detrás de ese árbol –agregó.

–Sigamos, ya se fueron, tuvimos suerte, esos guardias casi nos ven –habló al cabo de unos minutos.

–¿Por qué no nos regresamos? –dijo Sofía.

–Cállate. Te hubieras quedado en casa –respondió Gustavo.

–Ya falta poco, dejen de pelearse –dijo Raúl.

–Por fin llegamos –indicó Camilo–, ya era hora.

–Qué raro, no hay nadie en la puerta –dijo Sofía.

–Vamos, Sofía, ¿cuando has visto que esos guardias hagan su trabajo? –contesto Raúl.

–Deja de hablar y abre esa puerta, que nos pueden descubrir –intervino Camilo.

–Ay… aquí adentro está más oscuro que afuera –señaló Sofía.

–Oigan, alguien sigue aquí, no escuchan una música –dijo Gustavo.

–Sí, suena como a rock, y está bastante fuerte el volumen –dijo Hernán.

–Vean, sale luz por la rendija de esa puerta –indicó Camilo.

–Mejor nos regresamos. Nos van a descubrir.

–No seas estúpida, tienen la puerta cerrada y no nos pueden oír –dijo Gustavo.

–Revisa quién esta ahí –indicó Raúl.

–Marico, ven a ver esto.

–A ver, apártate, dame un espacio… verga, pero si es el jefe de mi papá, y con la señora Mónica –explicó Raúl.

–Coño, pero ese viejo sí tiene energía… La tiene alzada –agregó Sebastián.

–Verga, ahora entiendo el volumen de la música, de esa forma nadie los oye –indicó Raúl.

–Agh… qué asco, ¿cómo pueden ver eso? –dijo Sofía apartándose de la rendija de la puerta y apoyándose contra la pared.

–La tipa está buscando algo… fíjate… son como pelotas negras –agregó Hernán.

–Mierda, marico, se lo está metiendo por el culo –indicó Gustavo.

–Carajo, pa’ mí que el viejo es medio maricón –dijo Raúl.

–Verga, mira como la tipa se lo chupa –dijo Camilo.

–Shhh… hablen más bajo –agregó Raúl.

–Está repicando el teléfono –indico Sebastián.

–¿Por qué no nos vamos? –intervino Sofía.

–Shhh… nos van a oír, ¿no ves que apagó la música y esta contestando el teléfono? –dijo Raúl.

–Sí, mi amor… todavía trabajando… sí, está difícil el proyecto… si ya sé que es tarde… –explicaba el hombre dentro de la habitación.

–Marico, ni se inmuta, y la otra sigue chupando –dijo Sebastián.

–Sí, pero fíjate como le sujeta el pelo, se lo va a arrancar –agregó Hernán.

–Que la niña tiene fiebre… 39 y medio… ok… sí, tienes razón… deja que termino el párrafo donde me quedé y voy para allá… sí, no te preocupes voy saliendo, no me tardo… sí, mi amor, yo también te quiero… –continúo el hombre.

–Verga, se va –dijo Camilo–, mejor nos escondemos.

–Ya va, espérate un poco –dijo Raúl.

–Mónica, vamos, me tengo que ir –dijo el hombre levantando a la mujer por los hombres.

–Roberto, siempre lo mismo, cuando estamos en la mejor parte ella interrumpe – respondió la mujer.

–Apúrate, vístete –dijo Roberto.

–Vamos, nos van a descubrir –insistió Camilo.

–¿Pero dónde nos escondemos? –indicó Sofía.

–Ahí hay un cuarto, déjame ver si consigo la llave –dijo Raúl.

–Qué suerte, está abierto –intervino Gustavo.

–Qué asco, es el cuarto de la limpieza, y es muy pequeño, ahí no entramos los seis –dijo Sofía.

–Cállate y apúrate –dijo Gustavo.

–No me pisen –indicó Hernán.

–No me aplasten –dijo Sofía.

–Arghh… muévanse un poco que no entro –agregó Raúl.

–Gustavo, no me toques el pie –dijo Sofía.

–Yo no te estoy tocando –respondió Gustavo.

–Algo me está tocando… qué asco, tiene bigotes… ¡Aaaaaahh! es una rata –dijo Sofía.

–Shhh… cállate no grites, que nos van a oír –dijo Gustavo tapándole la boca con la mano, mientras Sebastián mataba el animal de un pisotón.

–¿Escuchaste eso? –dijo Mónica aún dentro del cuarto–. Alguien gritó.

–No escuché nada –respondió Roberto–. Apúrate y deja de estar inventando cosas para retrasarme.

–Yo no estoy inventando nada –explicó Mónica–. Escuché algo y creo que vino de afuera – agregó mientras se terminaba de vestir.

–Es más de media noche, no hay nadie –indicó Roberto mientras abrían la puerta y salían al corredor.

– ¿Y si están tratando de llegar hasta el reactor?... recuerda mi sueño –dijo Mónica.

–Por Dios, mujer, vas a volver con ese tema, ya te dije que es imposible… –respondió Roberto.

–Lo sé, lo sé –continuó Mónica–, pero no puedo dejar de pensar en eso. El sueño fue muy real, igual que en Chernobil, sabes, la intensa luz amarilla lo cubrió todo. Los niños muriendo, la gente se deshacía en pedazos, pero no era en la Unión Soviética, era aquí en el Instituto y las caras eran todas conocidas, si tú lo hubieras soñado, no me estarías diciendo eso.

–No entiendo cómo una mujer de ciencia como tú –continuó Roberto, mientras pasaban al lado de la puerta del cuarto de limpieza– es capaz de creer en premoniciones.

–No te burles, yo sí creo –expresó Mónica–, y fue muy real, y todo sucedió por unos estúpidos niños que estaban jugando.

–Bueno, si tanto miedo te da, pídele a los guardias que revisen, pero yo me tengo que ir, mi mujer me espera –agregó Roberto abriendo la puerta para salir a la calle.

–Sí, como siempre –concluyo Mónica.

–Carajo, pensé que no se iban a ir nunca, ya me dolían los brazos –dijo Raúl saliendo del cuarto.

–Ay... suéltame la mano Sebastián –indicó Hernán sacudiéndose.

–Coño, Sofía, por tu culpa casi nos atrapan –agregó Gustavo.

–No es mi culpa, fue esa rata… –dijo ella.

–No era ninguna rata, solo un pequeño ratoncito –señaló Gustavo.

–Escucharon lo que dijo esa mujer, sobre los muertos y la luz –interrumpió Camilo.

–Sí, yo la escuché y creo que es una señal, deberíamos desistir e irnos –intervino Sofía.

–Ustedes dos lo que están es cagados, por eso no quieren seguir –agregó Raúl.

–Pero ella iba a mandar a los guardias, nos pueden atrapar –continúo Camilo.

–Ya llegamos hasta aquí y no nos vamos hasta completar la tarea –dijo Raúl.

–Entonces yo me quedo aquí –continuó Sofía.

–Pues quédate, cagona, igual nadie te quería aquí –dijo Gustavo.

–El que se quiera quedar, que se quede, los demás vamos –indicó Raúl y arrancó a caminar por el oscuro pasillo.

–No me dejen sola, está muy oscuro –dijo Sofía mientras corría y tomaba a Sebastián por el brazo.

–Raúl, ¿dónde está el Reactor? –preguntó Hernán.

–Creo que es esa puerta a nuestra derecha, la que está antes del ventanal de vidrio –respondió Raúl.

–¿Cómo que creo?, ¿no estás seguro dónde queda? –intervino Sofía.

–Yo vine una sola vez y era de día –explicó Raúl–. Además, no dejaban pasar a nadie que no fuera personal autorizado.

–Y tienes idea de cómo se prende ese armatoste– preguntó Camilo.

–Ni idea– dijo Raúl.

–¿Marico, y qué carajo estamos haciendo aquí? –intervino Gustavo.

–Ah, eso no puede ser difícil, debe tener un interruptor –agregó Raúl.

–Chicos, y si somos nosotros los del sueño, y si por nuestra culpa va a morir mucha gente –dijo Sofía.

–Ya cállate –respondió Gustavo.

–Shhh… cállense, escucho pasos –interrumpió Hernán.

–Deben ser los guardias –explicó Sofía–, que nos están buscando.

–Escondámonos aquí dentro –dijo Raúl.

–Apúrate y abre esa puerta –increpó Camilo.

–Se están acercando –agregó Hernán.

–No me jodan, hago lo que puedo, son muchas llaves y no sé cual es cuál– dijo Raúl.

–Tengo miedo, nos van a atrapar –agregó Sofía.

–Apúrate, coño, ya los escucho… son dos –explicó Hernán.

–Listo, entren –dijo Raúl.

–Esto está muy oscuro – indicó Camilo.

–¿Qué es eso que estás alumbrando?, parece un… –agregó Sofía.

–No es nada, entren y escóndanse que ya están aquí –dijo Hernán.

–Qué asco, esto está lleno de… no me empujes, no alumbres hacia arriba, nos van a ver, el techo está muy alto, tengo miedo, mejor salimos, no me gusta este lugar… –dijo Sofía.

–Shhh… nos van a oír, Gustavo, tápale la boca a tu hermana –indicó Raúl.

–Agáchense que están cerca y este lugar es una gran ventana –agregó Sebastián.

–Más abajo, están alumbrando hacia acá –dijo Hernán.

–No te pares, aún no se han ido –dijo Gustavo.

–No, marico, si ya hace más de cinco minutos que no alumbran –explicó Raúl.

–Pero qué te cuesta esperar un poco –agregó Camilo.

–Tengo miedo, mejor nos vamos –dijo Sofía.

–Shhhhhhh… –dijeron todos al mismo tiempo.

–Vamos, párense, ahora sí se fueron –dijo Raúl asomándose por la puerta.

–Chicos, mejor nos vamos, ésta no es una buena idea –insistió Sofía.

–Ya llegamos hasta aquí, y aquí nos quedamos –agregó Raúl.

–Yo creo que Sofía tiene razón, mejor nos vamos –intervino Camilo.

–Tú lo que estás es cagado –respondió Raúl.

–Dale, Raúl, mejor nos vamos, no tienes idea de cómo prender el Reactor, incluso no sabes si estamos en el lugar correcto, y ya estoy aburrido y cansado –dijo Sebastián.

–¿Tú también tienes miedo? –preguntó Raúl.

–Vamos, Sebastián tiene razón, regresemos –dijo Hernán.

–Qué vaina, ahora todos están en mi contra, no me voy hasta encenderlo –dijo Raúl, mientras alumbraba con la linterna en busca del interruptor.

–Yo me voy, ya estoy aburrido –señaló Sebastián abriendo la puerta, seguido de Sofía que seguía colgada de su brazo.

–¡Ja!, aquí esta, lo encontré, éste debe ser –dijo Raúl.

–¡Ahhhh!, no puedo ver, la luz es muy intensa.



III

–¿Papá?

–Dime, Raúl.

–El Reactor que está en tu trabajo…

–Sí, hijo.

–¿Para qué lo usan?

–Para nada hijo, no sirve, no sirve desde hace tiempo. En estos momentos estamos discutiendo cómo usar esa chatarra en algo útil. Yo estoy proponiendo usarlo para esterilización. Sabes, usar los rayos gamma que aún funcionan para destruir microorganismos en tejidos naturales, eliminar parásitos, y así lograr incrementar la duración de tubérculos y frutas; también serviría para desinfectar e higienizar utensilios médicos. ¿Por qué preguntas, hijo?

–No, por nada.


CONCIERTO PARA ÓRGANO SALMANTINO Y ORQUESTA

Juan Carlos Chirinos




El aire se serena viste de hermosura y luz no usada, Salinas, cuando suena la música extremada, por vuestra sabia mano gobernada; la música que va desde tus extremidades y sube en forma de aire por los conductos tubulares, unos gruesos, otros estrechos, unos largos, otros breves, y se libera en los cabos haciendo vibrar el ambiente con las longitudes de onda apropiadas para que una melodía llegue hasta los oídos de quienes te hemos venido a escuchar. Te acompañan diez violines, diez trompetas y una docena de cellos; un contrabajo inútil que trata con sus compañeros de acallar la rotundidad de tu sonido; ¿qué necio o titán decidió juntar estas dos orquestas? Porque eso es tu órgano, Salinas, una orquesta de aire y pedales que no precisa de acompañamiento; ¿para qué si tu monstruo es capaz de imitar las voces de cada uno de esos enanos que allí abajo te contemplan? Es capaz de chillar como la chirimía y aterciopelar los ojos cual melodía de fagot acatarrado; es capaz de crear la divinidad de los niños del coro y aterrorizar con las amenazas graves de los barítonos más furiosos.

El movimiento de tus extremidades sobre las teclas, a cuyo son divino el alma, que en olvido está sumida, torna a cobrar el tino y la memoria perdida de su origen primera esclarecida, levanta los techos de la catedral de Salamanca y deja pasar una luz mortecina (el cielo ya no está para los azules de otras épocas), y como se conoce, en suerte y pensamientos se mejora; el oro desconoce, que el vulgo vil adora, la belleza caduca, engañadora. Tus extremidades, Salinas, ya no son esos dedos finos y hermosos que tallaron los tubos de madera que reposan a tu lado, tus extremidades son también esos tubos de madera; y, aunque no lo hubieras querido, ahora órgano y organista son un mismo ser, una unidad por amor a Euterpe y de las mismas radiaciones anaranjadas del sol que brilla sobre tu cabeza.

En el afán de modernizar la vetusta ciudad, la Salamanca esculpida en piedra de Villamayor levantó los techos de sus edificios, segura que de esta manera la luz del cosmos abriría la luz del entendimiento y la modernidad. Esa luz que traspasa el aire todo hasta llegar a la más alta esfera, y oye allí otro modo de no perecedera música, que es la fuente y la primera. Porque también la música se coló por entre los agujeros hechos, y muchas otras sustancias desconocidas, como lo demuestran tus actuales extremidades, estas ventosas húmedas, estos palpos mullidos estos dedos sin uñas perfectos para hacer sonar cada tecla. Ya no son cinco los dedos de la mano sino cientos, tantos como tonos y semitonos produce el órgano de la catedral, el nuevo órgano que complementa tu cuerpo. Y el público, extasiado y obviando que la estética no ha sido demasiado generosa contigo en esta monstruosa transformación, ve cómo el gran maestro que eres tú, aquesta inmensa cítara aplicado, con movimiento diestro produce el son sagrado, con que este eterno templo es sustentado.

¿Acaso, Salinas, ya te has percatado de que sin el sonido que produces esta catedral, y la ciudad toda, se desmoronaría como el castillo de azúcar de un pastel de bodas? Tu música es vital, y como está compuesta de números concordes, luego envía consonante respuesta; y entrambas a porfía se mezcla una dulcísima armonía.

De hecho, los silencios de la orquesta que te acompaña cada vez son más prolongados, porque tu sola melodía despierta a los espíritus que te escuchan y devuelven la vida a las figuras que durante siglos han reposado en las paredes de la catedral; allí viene el astronauta, dando ingrávidos pasos por entre las columnas, ávido de alimentarse de tus dedos; detrás lo acompaña la gárgola con cucurucho y Melchor, el rey negro que protagoniza el nacimiento de Jesús, ya está sentado entre los oyentes, sonriendo y esperando el tum, tum que le recuerde las mañanas en los calores de su tierra; los amantes que copulan en lo alto de la casa han dejado de penetrarse y ahora se acarician al ritmo de tus dedos, son tocados por tus dedos, tus tentáculos mutantes; y todos los demás bajorrelieves que historiaban las paredes de la catedral han recobrado la vida o eso te ha parecido a ti, porque la luz naranja del sol ha invadido todo el territorio que tu vista negada alcanza: aquí, la alma navega por un mar de dulzura, y finalmente en él así se anega que ningún accidente extraño y peregrino oye o siente.

Y entonces llega el mediodía. El momento en que el sol está perpendicular a todos los que caminan sobre la tierra, el momento en que nadie se salva de su potencia: ¡Oh, desmayo dichoso! ¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido! ¡Durase en tu reposo, sin ser restituido jamás a aqueste bajo y vil sentido!

Alguno debía de darse cuenta: ese olor no era nuevo ni emanaba de la piedra de Villamayor; ese olor los ha estado acompañando en los últimos años; es un olor rancio, amargo, como huele la cocaína cuando pasa por el cielo de la nariz produciendo ese mínimo instante de asco seguido de un placer de rinoceronte que ha conquistado una gran sabana. Cortada detrás del puente romano, emitiendo su tufillo naranja, la central nuclear agrietada va sumiendo todo a su alrededor y dicta las formas de la ciudad desde hace lustros. Lo sabes, Salinas, esta manos nuevas, estos tentáculos tan agradables no nacieron solos, fueron creciendo a medida que dominabas tu instrumento y te fundías con él, con el órgano tubular, de aire a veces fétido que arrulla a los ciudadanos y las esculturitas de piedra que han recobrado la conciencia. Esa música que predica con dulzura mórbida: «A este bien os llamo, gloria del apolíneo sacro coro, amigos a quien amo sobre todo tesoro; que todo lo visible es triste lloro». Y no sabes hacer otra cosa, Salinas, no sabes de qué manera oponerte a este sol naranja, a este tufillo a coca de rinoceronte; sólo la música te salva, te enseñaron tus maestros y ahora que no eres ciego sino de la familia de los centuriones cefalópodos, sabes que si la música no salva de las catástrofes naturales, mucho menos lo hará de las catástrofes del hombre. Pero al menos lo disfrutas como nunca antes. Y mucho más las estatuas que te escuchan. ¡Oh, suene de continuo, Salinas, vuestro son en mis oídos por quien al bien divino despiertan los sentidos quedando a lo demás amortecidos!


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BATATAS DULCES

Gustavo Valle




Cuando el doctor Hachiya escuchó relinchar al caballo, pensó que estaba delirando o que era presa de una pesadilla. Él solía soñar con osos, caballos y tigres, pero esto era distinto. El relincho sonó fuerte a través de la ventana rota, y el doctor se despertó empapado en sudor. La enfermera acudió al tatami ruinoso donde Hachiya convalecía.

-Descuide, doctor, es un caballo ciego que hemos traído al hospital para cuidarlo y darle de comer.

-¿Un caballo ciego?, preguntó Hachiya

-Sí, el pika¹ debió quemar sus retinas. Lo encontramos galopando como loco.

-¿Y dónde está?

-Abajo, en el patio.

Adolorido por las múltiples heridas, el doctor cerró lo ojos y recordó que meses atrás, ante el asombro de los demás médicos y enfermeras, él mismo, el director del hospital, había sembrado batatas dulces en ese patio. La enfermera lo vio con los ojos cerrados y agarró su muñeca para sentir sus pulsaciones. Hachiya abrió los ojos de golpe:

-Señorita Kado, el doctor Hachiya todavía está vivo.

-Lo sé, es rutina, dijo la enfermera. Y mientras sostenía su muñeca, el doctor pensó en voz alta:

-Un caballo ciego es un animal sagrado.

-Hasta los animales sagrados están heridos o muertos, dijo la enfermera.

Hacía un calor sofocante. En agosto el calor en Japón supera los treinta grados, y el pika había aumentado todavía más la temperatura. Además quedaban rescoldos del incendio en el hospital y aunque ya no había peligro de fuego, podían verse columnas de humo salir de los pisos superiores.

Hachiya le preguntó a la enfermera por el abastecimiento de alimentos y la reposición de medicinas solicitadas al ejército. Ella dijo que los alimentos y las medicinas escaseaban, pero no supo dar más detalles.

-No he dormido en tres días, comentó. Cada vez llegan más y más heridos, los cuerpos se amontonan en el suelo.

Hachiya sintió rabia por estar incapacitado para el trabajo y sus fosas nasales se dilataron.

-Descanse doctor, pronto se recuperará, dijo la enfermera mientras limpiaba sus heridas con algodones empapados en yodo.

En eso volvió a escucharse el relincho del caballo. Esta vez se escuchó mucho más fuerte que antes, y el doctor preguntó extrañado:

-¿Qué nos querrá decir el caballo ciego?

-Quizás tenga hambre.

-O quizás esté triste

-Quienes sobrevivimos no estamos felices, dijo la enfermera.

Hachiya guardó silencio pues sabía que la señorita Kado había perdido a su madre tras el pika, y la tomó de la mano. La enfermera agradeció el gesto con una sonrisa, y de inmediato se le iluminaron los ojos:

-Es un caballo negro muy lindo. Tiene porte, parece de raza.

-Seguro escapó de los establos del ejército. Muy cerca está el regimiento de la caballería montada. Conozco esos caballos. Mi sobrino era teniente del…

La enfermera quedó esperando a que el doctor terminara de hablar, pero no dijo nada más. Tras una pausa, Hachiya preguntó:

-¿Podría hacerme un favor?

-Lo que usted diga.

-Descríbame al caballo.

La enfermera se asomó a la ventana rota y vio al caballo en el patio, iluminado por la luna. El caballo iba de un lado a otro como un tigre enjaulado. Era un animal hermoso y bravío.

-Está muy oscuro, doctor.

-Inténtelo, señorita Kado.

Y la enfermera comenzó:

-Sus patas son fuertes y largas… sus orejas son finas… su cola está anudada con una trenza… su crin también está anudada con una trenza…tiene una mancha blanca en la frente…y sus ojos…

-¿Cómo son sus ojos?, interrumpió el doctor.

-No puedo verlos desde acá, pero ayer, cuando lo llevamos al patio, vi que eran opacos. En vez de ojos tiene dos nubes grises.

Hachiya hizo un enorme esfuerzo para ver al caballo pero el dolor de sus heridas lo empujó de vuelta al tatami. Malhumorado, su voz cobró un tono autoritario:

-Señorita Kado, en cuanto amanezca busque al doctor Koyama y dígale que venga a verme. Debo saber qué ha pasado con la reposición de medicinas que el ejército ha prometido. En estas condiciones no podemos atender a nadie más. De seguir así nos veremos obligados a cerrar el hospital.

-Haré lo que usted dice, respondió la enfermera inclinando la cabeza.

-Y otra cosa: después de hablar con el doctor Koyama, baje al patio y coseche las batatas que sembré hace unos meses, ¿recuerda? He sacado la cuenta y ya deben estar maduras. No son muchas. Lléveselas a casa, y guarde unas pocas para el caballo. A ese animal ciego le van a gustar las batatas dulces, ya verá.

La enfermera estaba a punto de irse, cuando volvió a escucharse el relincho en el patio. Era un relincho agudo como un grito. Parecía un llanto, un silbido.

-Debe tener miedo, susurró la enfermera.

-Miedo…, dijo Hachiya alargando la palabra. Y pena. Ahora que se ha quedado solo, debe sentir pena.

-¿Sienten pena los animales sagrados, doctor?

-Sí, señorita Kado. Pero ya váyase. El resto de los pacientes la esperan.



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¹Pika, en japonés quiere decir resplandor. Así llamaron los japoneses a la bomba atómica que cayó el seis de agosto de 1945 sobre Hiroshima.


UNA PLANTA NUCLEAR, ABEJAS INVISIBLES Y PECES QUE GLOW IN THE DARK

Carlos Zerpa



13:16 21/ 05/ 2007
Masda, 21 de mayo, RIA Novoktolli.


La operadora de centrales nucleares, está intentando averiguar el origen de los rumores que el pasado fin de semana causaron pánico en varias regiones del sur de Masda, a raíz de una supuesta "explosión silenciosa" que tuvo lugar en la planta nuclear de Durania, junto a la misteriosa desaparición de millones de abejas en los últimos días.

A lo largo de la semana pasada, la prensa regional estuvo difundiendo rumores e información sobre algunos problemas en el funcionamiento de las centrales nucleares de Durania. Obviamente, los medios de comunicación reaccionaron al instante porque hay escasas noticias los fines de semana.

“Peces fosforescentes, abejas invisibles, cadáveres de trabajadores a los cuales les faltaban algunos de sus órganos”, eran parte de estas noticias que se han convertido en una realidad.

La inquietud crecía por la misteriosa desaparición de millones de abejas en los últimos días.

Ayer evacuaron a más de 10 mil habitantes de la ciudad y fueron destruidas 400 casas cubiertas por un moho verde a pocos kilómetros de la planta. Los bomberos que han acudido al lugar de los hechos, tienen la esperanza de que el viento pestilente se reduzca, el cual reconocen está fuera de control. Los otrora habitantes de Durania, se alejan de la región en largas caravanas de autos.

Según una investigación realizada por el diario británico "The Times", la extracción de órganos a trabajadores muertos en la planta nuclear de Durania para analizarlos, se efectuó durante esta última semana en que comenzó “la explosión silente”, la cual no contó con la autorización de los familiares de los difuntos, quienes eran los que entraban en áreas altamente peligrosas de la central. Darling informó en Westminster que ha identificado 65 casos en los que se les extrajo el hígado a algunos de los obreros muertos para analizar el contenido radiactivo de sus órganos.

Los niños en las calles venden en frascos, peces que fueron alterados radiactivamente para brillar en la oscuridad. Ellos los llaman "Perlas Nocturnas", aunque también se los conoce como "Frankenfish". Dichos peces fueron pescados en un lago de la zona en donde se descargan parte de los desechos tóxicos de la planta.

Los peces del lago Kojane, en Masda, presentan niveles de radiactividad 600 veces superiores a los conocidos...

La inquietud crece entre los apicultores por la misteriosa desaparición de millones de abejas en los últimos días, problema que amenaza la producción nacional de miel y de las cosechas que dependen del rol clave de estos insectos en la polinización. Millones de abejas han desaparecido de la noche a la mañana… ¿Se han desintegrado? ¿Siguen aquí, pero ahora son invisibles?

Dicen que Eistein una vez dijo que el día que las abejas desaparecieran de la faz de la tierra el hombre solo tendría cuatros años de vida sobre el planeta.


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GERMINATOR

Adriana Bertorelli



Le juro que no es excusa, maestra. No entiendo qué pudo salir mal si yo seguí sus instrucciones al pie de la letra. Por este puñado de cruces, maestra, que yo agarré el frasquito de compota como usté anotó en el pizarrón, lo lavé, mojé bien el papel tualé bien mojadito y puse los granitos de caraota distribuidos alrededor y humedecí más el papel y lo puse ahí en el pantry al lado de los conflés. Luego me vi la novela, me puse a jugar nintendo con mi hermanito y mi mamá me mandó a acostar. Como a la una, maestra, le juro que oí un ruido horrible en la cocina como que se cayeron unos peroles y el gato maulló, que digo maulló, gritó, maestra, durísimo gritó ese gato, y yo dije nada, ese el Wilman, el marido de mi mamá que llegó otra vez borracho y se dio un carajazo bien duro y el gato lo jodió, bien hecho, nojoda. Perdón maestra por lo de nojoda, no lo vuelvo a decir. Entonces lo vi clarito. Vi que el germinador había crecido que jode, maestra, que había reventado el frasquito de compota y que a las caraotas le habían salido como unas cabezas enormes, juradito maestra, de verdad, como unos monstros pero con disfraz de negrita en la cabeza y todas babosas así súper guácala, como lombrices gordas y oscuras que seguían creciendo y se estaban comiendo todos los conflés y hasta una mano de cambures se zamparon las cabezas esas y ya una iba por los mangos cuando ¡ñácata!, de pronto vi la cola del gato moviéndose dentro de una de las bocotas negras que antes eran caraotas y me di cuenta que el hijueputa germinador se había convertido en una planta carnívora y se había tragado hasta el gato, maestra, al pobre Micho que se trajo mi abuela de la hacienda, y yo pensando esto cómo se lo digo a mi mamá, aunque el desgraciado gato cada vez que me veía, me arañaba, pero por más que sea, y la planta esa seguía creciendo y hasta me miraba y crecía y me enseñaba sus dientes así: ¡ññññ! Y entonces, maestra, usté seguro no me va a creer esta parte, pero de repente empezó a botar chispas la mata, el germinador convertido en monstro echaba centellas y trozos de una sustancia que segurito era plutonio o un pedazo de sol de otro planeta, y salía disque fuassssssss, fuasssssssssss, como si escupiera un pocotón de estrellas como luces de bengala así azules, más bien como triquitraquis, como tumbarranchos, maestra, y las cabezas de negrita se volvieron de un gas rojo que se movía así todo raro como si estuviera bailando y ahora sí venía llegando Wilman y una de las cabezas que antes eran caraotas vino y se le arrechó, perdón maestra por la grosería, y le explotó la cerveza que traía en la mano ¡cabuuummm! demasiado hidrógeno o a la planta esa le cayó mal la cebada o la cerveza era lait. Y eso era explota y explota y seguía creciendo el gas rojo, de la arrechera seguro, y el cabrón del Wilman se orinó del susto y todo, pero las caraotas explosivas lo atacaron por todas partes y lo agarraron así y le restregaron encima el conflés y los cambures que se habían convertido en estalactitas asesinas pero verde fosforescente, para que aprenda ese desgraciado y no nos vuelva a pegar y la planta rebotaba contra las paredes y lo atacó durísimo contra la nevera que mi mamá todavía está pagando, lo esguazó y luego lo bataqueó contra el fregadero y hasta se rompió el tubo de tanto que creció y creció la planta carnívora que ahora era de uranio y estaba arrecha, perdón maestra. Le juro que eso fue lo que pasó, juradito, maestra, pero no me vaya a raspar ni le diga nada a mi mamá, porque por eso no pude traer el germinador convertido en matica, porque traté de salvar al mundo, de salvar al pobre Micho y el germinador de tanto convertirse en planta terminó convirtiéndose en planta nuclear.

HADAS DE PLUTONIO, GLORIAS DE VIENTO

Roberto Echeto ®




Eran las once de la noche. Carlos Alberto soñaba con un enorme jardín cubierto de ralo césped. A su lado, Adriana veía un capítulo más de Who’s driving your car? y, de pronto, cuando la comedia llegó a su cenit, sintió una sensación espesa y calurosa a su alrededor que fue el preámbulo de un hedor insoportable.

Cuando Adriana se levantó a ver si aquella hediondez provenía del camión de la basura, se dio cuenta de que el responsable había sido Carlos Alberto, su maridito. Nadie más podía dejar escapar un peo como ése, que hasta con prólogo vino a la luz.

Los seres humanos llegamos al mundo con una fuente inagotable de jolgorio o, si lo prefieren, de cuentos como el que acaban de leer. Se trata de un sistema de expulsión de gases que, dadas las magnitudes de las presiones que entran en juego, produce un ruido que puede ser fuerte o débil, dependiendo de la cantidad de energía liberada en semejante proceso. Como pudieron notar en la historia que abrió la presente crónica, ruido y olor fueron cada uno por caminos diferentes, como dos hermanitos que salieron de la misma casa rumbo a la escuela. Uno salió sibilante, en apariencia silenciosa (al menos Adriana no lo oyó porque quizás tuviera el volumen del televisor demasiado alto), y el otro arropó no sólo a la pobre esposa, sino a la habitación y al mismísimo apartamento del joven matrimonio que, a esas alturas de su vida conyugal, sólo podía pagar el alquiler de cuarenta metros cuadrados.

El peo es la manifestación de ése que en verdad somos, del bárbaro, del Cromagnon, de la bestia que vive en nosotros y que tratamos de ahogar en corbatas y afeitadas medidas a la perfección. Cada vez que nos creemos ángeles de la asepsia, ministros del confort, se nos escapa un peo monumental que acaba de inmediato con la ilusión y nos devuelve a la realidad del cuerpo que regurgita su química perecedera. Luego viene la radiación mefítica y se queda durante un largo rato, entre nosotros, haciéndonos compañía.

Algo parecido les ocurrió a Adriana y a Carlos Alberto cuando, en otra oportunidad, retozaban frente al televisor y él se levantó a por una Coca Cola. Al verse sola en la habitación, ella dejó escapar a uno de aquellos prisioneros, esperó unos segundos hasta que llegaran las propagandas y se fue hasta la cocina donde su esposito vaciaba una lata en un vaso con cuatro cubitos de hielo. Después de darse unos besos amorosos y de comentar las cosquillas que las burbujas de la ronroneante bebida crearon en sus gargantas, volvieron al cuarto ¿y a quién encontraron? Pues a un ser barrigón, de unos cuarenta años y con cara de besugo que estaba acostado en su tálamo nupcial. Era el peo que Adriana había dejado en la habitación... Como le gustó el programa que su dueña estaba viendo, se quedó en el cuarto.

Hay peos de todos los tamaños y de todos los colores, pero de Aristófanes para acá, pasando por don Francisco de Quevedo y Álvarez Guédez, sobran los humoristas que han disertado sobre él, y sería ocioso pretender ofrecer una conferencia magistral sobre algo que está tan a la mano (o, más bien, tan al culo) de todo el mundo. Por eso bien vale la pena contar que una vez, hace años, cuando Joaquín Eduardo estaba en una clase que dictaba el ilustre Vegas Mendible, alguien esperó a que el profesor se volteara al pizarrón, para él soltar un peo que sonó tremendo porque su dueño lo aplastó contra el pupitre. La concentración de los estudiantes se vino abajo como una jirafa de arena y la risa se habría apoderado del aula, si Vegas Mendible no la hubiera atajado en el aire con su mirada de tiza.

El álgebra quedó interrumpida porque el profesor se puso a dirigir su propio tribunal de la inquisición, preguntándoles a sus discípulos quién había sido el ungulado que había irrespetado su cátedra. Como ninguno asumió la responsabilidad de aquel peo (y, de verdad, casi nadie sabía quién había sido), los mandaron a todos para su casa.

Cuando volvieron al liceo después de tres días, la consigna que todo ese grupo repitió a modo de saludo fue:

—Pedorro sí, sapo jamás.

Aparte de todo lo que podamos decir, el peo es un asunto feérico en tanto que las hadas no son más que maneras «bonitas» de representar los peos de la gente que se las quiere dar de británica (al menos de la manera en que aparecen los británicos en las novelas de Agatha Christie o de Arthur Conan Doyle). Observen a Campanita… ¿No parece un peo en miniatura que anda por ahí, revoloteando y haciendo cabriolas, después de haber salido de algún culo satisfecho? Recuerden también a las hadas de El laberinto del fauno… ¿El ruido de sus alas no les sonó como un peo perezoso, continuo y monótono?

Monstruos furtivos, ratones carbónicos, explosiones de felicidad, fieras de aire, llamas negras, hadas de plutonio, glorias de viento, orejas de fuego, prólogo de barros, burbujas de odio, triángulos de humo, saetas telegráficas, saludos intestinos, canciones del cuerpo, campana opaca, ruido que dibuja rinocerontes… Todo eso y más es el peo… El peo que nos lanzamos cada día. Todos los días.

—¡Fo!


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CARACAS POST NUCLEAR

Javier Miranda-Luque



Qué vaina. Ni Putin ni Bush ni los norcoreanos. Y ni siquiera fue Sarkozy quien apretó el botón de la bomba mayúscula tras mascullar algo sobre acabar con los impresentables del mundo

Que no, lo que produjo el “big bang two” fue la explosión de la planta nuclear con tecnología filipina inaugurada hace poco frente al Concresa.

Yo me salvé gracias al Metro. Viajaba en la sublínea 9, a cincuenta metros underground. El vagón tuvo la gentileza de llegar a la infraestación “Mao 23” y abrir sus puertas automáticamente después de la señal de alarma.

De aquí no hemos podido salir. La suerte es que hay un submercalito hiperabastecido de enlatados con tapa abrefácil. Ya las sardinas asoman por mis orejas y el néctar de banano panameño creo que está fermentado, pero estamos matando el hambre y no al revés.

El hastío es más difícil de combatir sin poderme conectar. El supervisor de la estación apenas usa la linterna para alumbrarnos intermitentemente mientras comemos un par de veces al día.

Por lo demás, ya nos hemos aprendido de memoria el número y la extensión exacta de pasos hasta el lado del túnel asignado al baño de damas en un extremo y al de los varones en el otro.

Los vagones sirven de dormitorio y los pocos niños que hay entre nosotros corretean en el andén usándolo de cancha multipropósito. Lo insoportable es esta promiscuidad de olores rancios que harían delirar a Suskind himself en su laberinto de obsesiones organolépticas.

Me saca la piedra el típico viejito folklórico que vive echando cuentos: que si Caracas ahora es un cementerio; que si los únicos sobrevivientes somos nosotros; que si el Guaire se evaporó; que si los perros callejeros se convirtieron en criaturas horripilantes que se alimentan de los cadáveres radiactivos; que si el Ávila se partió en dos y ahoritica mismo se puede ver directamente a los ojos azules del mar Caribe; que el estado Vargas con su Casa Guipuzcoana se hundió full fondo, tipo Atlántida o submarino de Jacques Cousteau.; qué sé yo.

Todavía no entiendo por qué lo hago, pero estoy escribiendo esto en mi laptop mientras me queda batería. Acostumbrado como estaba a los mensajes de texto, jamás he redactado nada tan largo en mi vida, ni e-mails, ni blogs, ni chateos ni nada. De nada.


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El IDIOTA AERODINÁMICO UN CUENTO TÓXICO PARA LEER EN DÍAS DE HECATOMBE

Enrique Enriquez (IM)




"El científico más talentoso del mundo no merece los asistentes más idiotas que existen". Al menos eso pensaba Mark Seibold, el gran ingeniero aeronáutico, viendo a sus dos "asistontos", como él gustaba llamarlos, quebrar sin ton ni son pipetas graduadas y tubos de ensayo, para luego castigarse mutuamente al mejor estilo de Los Tres Chiflados.

La pasión por el vuelo de Seibold estaba más allá de su propia razón. Su vida entera estaba dedicada a superar ese capricho de Dios por el cual los hombres no tenemos alas.

-¡Claro! -razonaba Seibold-. Si los hombres volásemos, los vidrios de la casa de Dios estarían todos rotos.

Mark Seibold -nacido Marco Marconi pero cambiado de nombre porque ya había un Marconi famoso y él no estaba para ser segundón de nadie- había perdido a su esposa e hija el mismo día, en su afán por alcanzar los cielos. Su hija murió probando el primer prototipo de Seibold, la pobrecita. Se trataba de una peluca hecha con fibras de una aleación secreta que, según su creador, permitiría a la niña elevarse. Se elevó, en efecto, pero cuando estaba a quince metros de altura la cabeza de la niña resbaló de la peluca y su tierno cuerpecito fue a quebrarse al suelo, dejando al "postizo no identificado" subir solo y errático, como un globo escapado de las manos de un niño. A raíz de eso su esposa se escapó también, pero con un piloto comercial, con más horas de vuelo y los pies mejor puestos sobre la tierra que nuestro inventor.

Desde siempre el pequeño Mark se había empeñado en afirmar que los hombres tenían que poder volar por sí solos, y desde entonces sus hipótesis fantásticas lo habían rodeado de burlas. Todos se mofaban de Mark Seibold y su obsesión por ser un pajarito. Todos, excepto los hermanos Montgomery.

Los hermanos Montgomery eran los idiotas del salón. Los buenos para nada, los payasos que de tanto errar se acostumbraron a ver la burlas como una forma de cariño. Acompañaron a Seibold desde el kínder, siguieron sus obsesiones en primaria, las alentaron en secundaria y se las aplaudieron en la Universidad. Eran los dos únicos seres humanos que jamás rieron de los sueños de Seibold. Eran, como dije, un par de tontos.

¿Por qué tanta fe en Seibold? Eso nadie lo sabe. Afirmar que los Montgomery eran retrasados mentales habría sido darles mérito. Baste decir que cuando sus neuronas hacían sinapsis luego se pedían disculpas. Sin embargo, Seibold pagó la fe que le tenían convirtiéndolos en sus "asistontos", bien como retribución a su amistad sin requiebros, o bien porque nadie más aceptaba su tesis de que los aviones eran una abominación que había retrasado la historia del vuelo humano por llevar a los hombres hacia una solución ficticia.

Entre la incomprensión de sus contemporáneos y el cretinismo de sus asistentes, Marcos Seibold sabía que estaba solo.

Pero había llegado el día de resarcirse para Seibold. Era el día en que, pese a las metidas de pata de sus "asistontos" y la burlas de sus vecinos, que no lo dejaban ya ni ir al mercado sin acompañarlo con un coro de risas, culminaría una vida dedicada a la investigación aeronáutica, probando exitosamente el Desodorante Propulsor.

Una aplicación vigorosa del Desodorante Propulsor de Seibold te mantendría seco, protegido y en el aire por veinticuatro horas. Al menos así rezaba el envase, diseñado por el propio Seibold, tras seguir un curso de mercadeo informal. Llegar a la fórmula correcta no había sido tan difícil como conseguir que la dichosa bolita rodase sin atascarse, pero lo había logrado. Años de experimentar fracasos, con los hermanos Montgomery viéndolo hacer, deshacer y llorar desconsolado, serían retribuidos pronto con pompas y homenajes. Él sería el primer hombre en volar libre y sin duty free. Para eso se había cerciorado de que ni siquiera sus "asistontos" tuviesen acceso a la fórmula, guardándola en su caja fuerte cuando se iba a dormir.

Cuando el profesor Seibold levantó el brazo derecho, aplicó suficiente desodorante, repitió la operación en el izquierdo, y se perdió en el cielo convertido en un chorro de luz, sus asistentes se dieron la mano, celebrando con satisfacción el éxito de la empresa.

-Un logro -dijo uno.

-Una conquista -recalcó el otro.

-Finalmente -puntualizó el primero

-Ya tenemos con quien jugar -terminó el segundo.

Dicho esto, aletearon fuertemente con los brazos y, como era su costumbre cuando nadie los miraba, salieron volando por la ventana.


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VITRUM

Mario Morenza




“Lo que te gusta te da nervios”, Juan Villoro.
Materia Dispuesta.

“Uno siempre se ve invisible en el recuerdo”, Ricardo Piglia.
Prisión Perpetua.


A Adela el primer hueso se le quebró a los siete años cuando corría al colegio para no llegar tarde. El yeso le momificó por dos meses el brazo derecho y se lo firmaron tantas veces que su indescubierta alergia a la tinta le produjo una gripe de cama. Aprovechó el reposo para leerse Las aventuras de Tom Sawyer y aprender a ser zurda. Su tendencia a caerse desde niña se notaba más ya que una caída equivalía a semanas de carreras a hospitales, a hospitales y farmacias tan surtidas como los colores de su uniforme de primaria: blusa marrón y falda gris. Sus papás, Guillermo y Ximena, optaron por protegerla con rodilleras y casco de skaters. La primera vez que los usó llegó con retraso y al entrar al salón, sus compañeritos pensaron que se había adelantado el carnaval. Guillermo, al verla llegar a casa, dar un portazo, tomarse un vaso de jugo y reventarlo contra el piso con la cara descompuesta por el llanto, entendió que seguir vistiéndola así le acarrearía trastornos psicológicos.

Cuando Adela cumplió doce años una tía tuvo el desacierto de regalarle una Barbie enfermera. De la muñeca sólo quedó el cabello, parecía una Barbie post-ataque-de-violación, con toda la ropa deshilachada. No es un misterio que el diminuto uniforme, impecablemente blanco junto a esa maletita en cuyo centro resaltaba la emblemática cruz roja, le rememoró los traumáticos días de terapia.

A los trece, Adela ya usaba lentes que competían en grosor con las lupas. “Unas muletas para los ojos”, razonó con la lucidez de un párroco o el desvarío de un enfermo atosigado de morfina. En fin, razonó, si se puede llegar a razonar a 40 grados de fiebre. Resumiendo, Adela quería sus lentes para releer Tom Sawyer.

Adela tenía dos hermanas, o las dos hermanas, Aleida y Aída, la tenían a ella. Aleida, la del medio, exhibía una personalidad que era el opuesto absoluto de Adela. La más pequeña era Aída, cuatro años menor que Aleida y ocho menos que Adela. Los embarazos de Ximena se disponían en perfecta progresión aritmética. Aída no tenía personalidad, o, al menos, no se podía hablar de personalidad a esas alturas de la vida, era un naufragar de comportamientos entre sus dos hermanas, un naufragar que estaba buscando un puerto donde encallar o estrellarse como los vasos de jugo y brebajes que de tarde en tarde lanzaba Adela contra piso o paredes.

En la pubertad, Adela asumió prudencias rigurosas. Caminar por una acera o por una cuerda floja era básicamente lo mismo. Una acróbata tenía tantas precauciones en el trapecio como Adela al subir o bajar escaleras. Ir al baño lo consideraba un deporte extremo. También su vida anduvo por una cuerda floja: de los siete a los quince tuvo veintinueve fracturas, destacan doce en la pierna izquierda y una craneal que por centímetros la deja en coma. A los dieciséis su cuerpo estaba rayado por cicatrices quirúrgicas.

La playa era un territorio que nunca visitaría, al menos no en traje de baño. Playa era una palabra impronunciable ante ella. Claro, se podía editar un diccionario de palabras-impronunciables-ante-Adela y uno tenía que concentrarse en lo que hablaba para no herirla. Un adverbio de tiempo podía ser devastador. Cuando una amiga mía de Cuarto año la invitó a pasar unos días en Cima Mar, me provocó azuzarla ahí mismito, delante de Adela. Pero la cordialidad –o la insidia– de Julia, así se llamaba o le llaman a nuestra condiscípula, redujo la frecuencia de sus fracturas: en cinco meses Adela no supo de yesos ni de clavos y no porque su estructura ósea se fortaleciera. En esos cinco meses, Adela se clavó a la cama toda lágrimas y ahhhhh. A partir del segundo mes comenzó a leer y promedió cuatro libros por semana que yo mismo le traía de la biblioteca de Centro Cultura. Tres psicólogos desfilaron durante ese tiempo por la habitación de mi amiga. El de más éxito logró recibir una frágil bofetada. Hubo un cuarto que probó con la hipnosis, pero, en la fase media, Guillermo ordenó que parasen vaya a saber por qué.

Yo creo saber por qué. Pero también creo que no es importante. O sí, pero ya no ahora, cuando no vale la pena hablar de lo que parecía insignificante e imposible, o de los muchos posibles que creía importantes. A los días de regresar con Julia de Cima Mar, volví a reanudar mis visitas a Adela –o a las hermanas triple A, como les llamó Julia–. También reanudé mis clases de guitarra. El mar estuvo verde por allá. Uno nadaba y cuando abría los párpados no podía verse nada. A la noche me ardían los ojos y sentí que unos bichitos me caminaban por dentro de ellos, unos bichitos con patas y manos arponeadas para abrirse paso. Apenas pude abrirlos para ver la nuca y el revoltijo de cabellos del cuerpo que apretaba, la espalda de Julia. “De yo abrazar a Adela cuántos huesos le partiría”, pensé eso y me odié por pensarlo. Los ojos rojos por una semana, por el odio a sí mismos y, claro, el salitre. Gasté tres potes de colirios. Un día la Policosta me detuvo caminando por el malecón para hacerme preguntas necias sobre vicios. Le respondí que qué vicios puede tener Samuel. Al rato, me soltaron con una bolsita de manzanilla y otra de hielo.

Adela no soportaba la música alta que ponía Aleida. Le atormentaba y empezaba a gemir, como temiendo a que se le rajasen los tímpanos. Un año después del desfile de psicólogos, el 17 de junio, ahora lo recuerdo bien, fue a verme tocar. Yo tocaba guitarra con el grupo del Liceo. Yo, Samuel, aunque ayer no era ni soy el yo de hoy, que recuerda un ayer latente, no sabe cómo desclavarse los recuerdos. Me llaman Samuel y a veces me llamo a mí mismo Samuel, cuando no me consigo. Y más que llamarme grito mi nombre, por otro, un nombre secreto que sólo Adela conocía. Adela siempre me hizo poner el demo en el CD player antes de irme. A veces cenaba con ella y Aleida, pero los días que no tenía clases en Centro Cultura. Para ir a clases tenía que agarrar como tres autobuses. Quedaba al otro lado de Intraciudad. De regreso cogía un taxi, si no llegaba a media noche, sobre todo en aquella época de lluvias impredecibles, de atascamientos viales impredecibles, en fin, de impredecibles.

La última vez que vi a Aleida no me despedí y, si lo hice, ese gesto estuvo más cercano a vedar un chao o un hasta mañana, me saludas a tu mamá. Después de la Pro que organizamos en su casa las cosas cambiaron. (Los recuerdos me llegan distorsionados y tengo que afinarlos, pensar con los oídos.) Mejor que ni le hable. Si por casualidad abre la puerta, cuando un futuro Samuel recuerde lo que recuerdo y pienso ahora, y, a la vez, prefiguro un Samuel inminente, revivo a otro que camina por la vereda y suele estirar sus pensamientos, adoptar poses poéticas, leer a Huidobro para robarse las letras y las miradas de sus amigas en el Liceo, y qué pantallero con la silueta de su guitarra al hombro. Y si por casualidad me atiende ella, no caer en su poco desarrollado juego de ironías. Le faltan cinco neuronas para ser sarcástica. Es insoportable. (El techo de mi habitación se hace más pequeño, como una pantalla vacía, una foto velada.) El timbre hace creer en la temporada de chicharras. Ah, eres tú, dijo y el portazo casi me despeina. Noté que tenía el pelo amarrado con una cola. Creo que la envolvía una toalla. Traté de mirar por la ventana pero el reflejo de un sol duplicado me hirió la vista. Me senté en los peldaños previos a la puerta. Al rato sentí la cerradura agitarse. Me aporreó la puerta con saña. Samuel, disculpa, ya puedes subir a ver a mi hermana, ya me estaba preguntando si no venías, dijo, y en eso apareció un tipo como de metro noventa que la agarró por la cintura y empezó a morderle el cuello como a un gatito. Casi tuve que pedirle permiso al monstruo de amapuches felinos para entrar. Éste tenía el pelo mojado. Samuel ya llegó, le dije a Adela y si estaba dormida o si sólo simulaba estarlo, abrió los ojos lo necesariamente rápido para que no dudara que tomó sus pastillas energizantes. Su piel vidriosa –la de sus manos y rostro eran las únicas que no estaban enyesadas– delataba, al menos, la presencia de venas, “parecían culebrillas azules, culebrillas azules y rosadas”. Y una vez se lo dije con toda la ternura de la que me sentí capaz. Si quería piropearle, tenía que triplicar mi prudencia. El comentario la hizo enmudecer. Y las ganas anacrónicas de abofetear a ese Samuel regresan con tal sinceridad que siento mi hígado retorcerse. Ese Samuel, estoy seguro, sinceramente seguro, sintió cómo esa idea se le fracturaba y lo rasgaba con filosas astillas en algún lugar dentro de él. Esos mismos trozos desperdigados de memorias, de pequeñas ideas me llevan o me arrastran o me empujan hasta ese 17 de junio en que mandé a quitar las sillas para que la gente brincase como loca cuando el concierto entró en calor. Mi decisión ignoró las consecuencias y qué consecuencias si ni sabía que Adela estaba allí, entre la bruma de brazos y cuerpos espasmódicos que se flagelaban con la música. Y qué consecuencias si a última hora Guillermo, condescendiente, la había dejado ir, total, tenía como ocho meses que ni un rasguño y el concierto iba a ser en sillas de fiesta: algo inconcebible a fin de clases.

En otra rumba que instaló Aleida como delegada de curso, la Pro, Adela sufrió un quiebre psicológico. Sus padres se habían ido de vacaciones aprovechando un puente. Como a las dos de la mañana, Adela se levantó a no sé qué y me vio estrujándole los labios a Aleida –por supuesto que con los míos. Casi todos pusieron cara de pupilas dilatadas, cuando apareció en camisón de dormir, al menos, los que únicamente habían oído hablar de Adela. Lo que hizo fue gritar que ella me llamaba por mi nombre secreto y que nadie más que ella lo sabía. Comprobé el alto grado de insensibilidad de Aleida pero igual seguí estrujándole los labios. Le serví otra bebida o creo que le di un poco o un mucho de la mía. Descubrí que su sensibilidad la tenía en la nuca.

Me sentí un poco culpable por lo ocurrido, no en la Pro, sino en el concierto. Llega el momento de que yo sea él, porque no soy el mismo de hace diez años ni 17 de junio y más cabello. No es fácil. No es nada fácil. Uno se ve invisible en los recuerdos. El Samuel inmaduro, con ganas de triunfar de aquellos años, convenció a los padres de Adela para que ella fuera a verme. Siempre le había contado lo de los ensayos y que iba todo en marcha. Sacamos como diez demos para repartirlos a las disqueras, pero no tuvimos suerte. Y si no hubiera sido por el toque del viernes pasado, no recordaría tantas cosas que creía olvidadas. Cada uno de nosotros –somos dos y fuimos cinco: teclado, voz, bajo, batería y guitarra– se quedó con un demo. Yo el mío se lo presté a Adela, ya por el tiempo podía considerarlo un obsequio. Y hablo de y recuerdo el ‘99, tan lleno de todo, tan última cifra, graduación. Recuerdo veredas con números romanos y aires de simpleza cuadriculada.


¿Te estabas haciendo la dormida, Adela?, le pregunté. Hoy hablé con Julián y está desesperado –dijo–. Sabes cómo es él. Nunca está de acuerdo y espera a que yo diga algo para irse por lo contrario. Y le digo que no le conviene. ¿Tú crees que se divorcie?, preguntó y yo le pregunté que cuál canción quería que le tocase Samuel. –Menos yo


En el coro se me reventó una cuerda. Adela empezó a gemir como si a ella se le hubiera reventado un cartílago. Se debió escuchar en toda la casa. Aída surgió de debajo de la cama y se quedó en el umbral. Tendría como ocho años. Asustada. No intentó entrar después. Suplí la cuerda y Adela, en un arranque de vanidad, dijo que ya había suficiente música por hoy y que mejor leyera un cuento de Felisberto Hernández que me atrapó. El libro me lo llevaría ese día para que no le cobraran mora. El cuento trataba de unas muñecas que aparecían o desaparecían. Leí concentrándome para pronunciar bien cada palabra. Sólo quebré la voz cuando sentí la puerta de la calle abrirse y cerrarse y la del cuarto abrirse y la señora Ximena que pareció atrapada por el cuento también. Eran como cuarenta páginas y a razón de dos minutos por cada una, en menos de hora y media terminaría.

Samuel tiene sed, me acuerdo que dije para ahuyentar el pudor y las fluctuaciones por dos hojas. Ximena trajo limonada y le dije que era alérgico a los cítricos. ¿Y eso?, preguntó y le contesté que mi garganta se irritaba con tan sólo unas gotas de naranja. Fue por agua y allí seguí leyendo. Antes de irme hablé con Ximena. Hablé mucho rato. Hubo un momento en que la conversación se volvió inaguantable (para mí y posiblemente para ella). Un diálogo construido con puras palabras de protocolo. Siempre apliqué con los papás de ellas ese código oral, el diplomático, el que acostumbran en las embajadas o en los actos políticos, en fin, el protocolar. Entre tantas hijas hembras quizá ya habría perdido, aparte de la posibilidad de un hijo varón, el roce con uno. Tal vez me veía como a un hijo o me trataba como ella quizá hubiera tratado a un hijo. Yo miraba intermitentemente hacia la puerta, a ver si llegaba Aleida mientras conversaba, o creo que me limitaba a escucharla y agregar, también, intermitentemente, algunos ajá. Pero esa puerta carecía de propiedades adivinatorias. Ximena pareció advertir que la escuchaba desde una nube y se despidió de mí con un beso maternal, un beso en la frente, para afianzar sus sentimientos filiales y dijo que aprovechara las clases, que no todo el mundo podía tomar clases de guitarra, o no todos los que consideraban a la guitarra el mundo. Le sonó la frase cursi a haikú, sólo le faltó la palabra otoño. No te olvides de tu sobre, Samuel. Nos vemos el jueves y apúrate, papá, que llegarás tarde. Y más extraño le sonó ese papá, invirtió el escalafón filo-artificial que yo infería, colocándome en un peldaño superior al de ella. Después se puso a llamar a Aída a quien no encontraba. Recogí mi sobre que estaba visible en la mesa. Recuerdo que lo abrí antes de llegar a la parada de autobuses para completar el pasaje. Al irme, o no sé si fue el lunes o ese mismo día, corrí al baño y vi, mientras orinaba, unas pantaletas de Aleida, diminutas y húmedas de sudor o de agua de ducha. Tenía el pelo amarrado con una cola. Y creo que la envolvía una toalla. Aún las conservo. Quizás las mismas que alguna vez le arranqué en ese mismo baño al que me arrastró o me empujó un fin de fin de semana, como si fuera una cápsula desconectada de toda la casa, donde nadie podía acceder ni sospechar. Ella hacía ejercicio y creo que esperaba a que alguno de los psicólogos terminase su sesión en la para ese entonces concurrida alcoba de Adela. Aleida se colocó frente a mí, en la sala. A mitad de una serie de abdominales me pidió ayuda: Apóyate sobre mis pies, Samuelito, para que me hagas peso. Arriba y abajo, arriba y abajo. No pasaron muchos minutos cuando ya paraba y estoy muy mamada, me duele la ingle y tengo un morado que ni sé cómo. Se subió el body para que advirtiera un hematoma. A esa acumulación de sangre extravasada le sospeché su origen en un pellizco de su amante de turno. Estaba sudadita, en la alfombra. Mansa y que aquí no, que en el baño. (El baño donde bajé la palanca del inodoro). Le ofrecí la toalla para secarle el sudor. La rechazó. (Abrí el grifo. Me lavé las manos) Terminé agarrando las pantaletas. (La toalla para secarme las manos y los gritos de Ximena llamando a Aída, tocando la puerta. No, no, señora, es Samuel, señora Ximena). Y tuve que salir al rato y ella se quedó.

Todo tuvo el espasmo de lo que está a punto de no ocurrir. Pasó mes y medio después del 17 de junio y los papás de Adela se fueron de viaje para Houston, con las muchachas. Y lo que son las cosas. A la semana la Intraciudad estaba bañada en sangre, como si la hubieran pasado por un spremipomodoro. Vidrios quebrados por todos lados. Se respiraba. No se respiraba. Se respiraba. La gente evitaba respirar, como si entre la incertidumbre y el aire hubiera un muro que las hacían dos actividades disociadas. Mi familia y yo tuvimos que partir a casa de mis abuelos, una casa grande y hermosa, llena de terrenos para el cultivo, y, sobretodo, llena de hipotecas. La pantaleta de Aleida me trajo problemas con mi madre cuando desempacamos. No volví a ver a ninguna de las hermanas triple A hasta el mismo tiempo que llevo recordando lo que pensaba olvidado.



No supe nada de más nadie. Recuerdo que traté de llamar a algunos compañeros de Liceo y del grupo. Nunca las líneas agarraban, o sonaban cinco, seis, diez veces y caían. Luego me enteré de que fueron cambiados todos los números de Intraciudad. Pero ya hemos vuelto. Tenemos dos meses aquí. Nos vinimos con los abuelos: La deserción territorial se revertía. La casa en Intraciudad estaba intacta, algo inusitado y aterrador, como si el tiempo no hubiese pasado. Fuera, concluí mis estudios de guitarra. Al llegar aquí no me costó encontrar al bajista, vivía a pocas cuadras de casa. Era al único, de hecho, a quien podía encontrar. Los demás estaban muertos o desaparecidos. Desaparecidos: un eufemismo que en vez de aplacar a Samuel lo que hizo fue revolverle el estómago y por la mente sintió una sacudida de recuerdos, ser un desaparecido es estar doblemente muerto. Samuel dijo que qué mierda y se sintió un poco culpable. El bajista no le reprochó nada, que él también se había ido. Tarde, pero que había podido irse, que regresó hace tres, cuando la situación mejoró y tenía un grupo y necesitaban un guitarrista, que quería verme tocar, que cómo estaba, que sentía lo que había pasado, que en dos semanas podían tocar, que las cosas le iban de mal en peor y necesitaba dinero para pagarle la escuela a un hijo que tuvo con una compañera de Liceo de la que yo nunca me acordé. A una semana del concierto, teníamos cartelones pegados por toda Intraciudad y anuncios en la prensa.


A Samuel se le reventó la cuerda La, y las dos últimas canciones las tocó con la escala musical mutilada. El público estaba tan embriagado que no se percató, siquiera, de la trifulca a la orilla de la barra.

Desmontaron los instrumentos. Metí la guitarra en la camioneta del bajista y regresé al local. En la barra pedí una cerveza. Una chica se me acercó tanto que, presumí, anhelaba tejerse a mi cazadora. La sostuve y sorteé sus pasos entre la alfombra decorada con esquirlas de botella y un manchón rojo, casi simétrico, que imitaba al test de Rorschach. Ella allí siguió rozándome, como queriendo esbozar una nueva coreografía. Su maquillaje y demás emperifollamientos hacían pensar que había asaltado los vestuarios de un circo dark punk. Por las prendas y accesorios no era difícil pronosticarle una tortícolis.

Debería preguntarme cómo te llaman, dije y ella contestó que me conocía, que sabía quién yo era pero que quizá no me acordase. Los ojos de la muchacha más que hablar, parecían gritarme, como si en lugar de retinas hubiera cuerdas vocales detrás de ellos. La mirada le confirió un aire de desamparo que me sedujo. Ya en la camioneta le pregunté que cuál era el enigma. Una respuesta fue sustituida por un gesto que parodiaba a una mujer fatal de film de mafiosos: el mecanizado encendido del cigarrillo. ¿Qué edad tienes?, le pregunté. Como 19, contestó. El inquietante “de verdad no sabes quién soy” que siguió le sumó diez años. Y yo como 37, le mentía, le mentí irónicamente. Interesado en el cómputo de su edad, ahora me interesaba en deslizarme al fondo del enigma. En los minutos que tardé en llegar a una posada sólo me deslicé por calles. No supe qué decir. Le sugerí que jugáramos a adivinar y ella me advirtió que caería de espaldas si acertaba, o si ella misma me revelaba el enigma. “Igual, el resultado va a ser el mismo”, dijo, repitió, como tres veces. Luego atacó con una frase prefabricada: La cama amortiguará la caída. Su propuesta estuvo acompañada por un carrusel de volutas de humo y por mi breve descontrol del volante. Ella rió con un desparpajo que irrespetaba decibeles.

En efecto, el vaticinio newtoniano se cumplió. Caí. Cayeron mis recuerdos uno a uno hasta hoy que me estoy contando todo esto tirado en mi cama. Y hoy, este Samuel, desplomado, mirando al techo, desclava de su mente algún otro indicio de aquellos años. Y sólo se topa con una superficie blanca y plana, sin líneas que delimiten un norte o sur, sin señales que indiquen los pasillos de esta memoria mía y tan ajena.

Ibas a mi casa –dijo– dos o tres veces por semana a visitar a Adela. Te sentí una vez entrar al cuarto de baño con Aleida. Yo solía jugar al escondite conmigo misma y así pasaba horas, hasta que se daban cuenta de mi ausencia y vueltas por aquí y por allá y al fin me encontraban. Yo estaba en la bañera una vez que entraste con mi hermana. Las puertas corredizas me ocultaban. Ya había visto a Aleida que entraba al baño con otros muchachos, pero nunca desde dentro. A ella le faltan dos semestres en arquitectura y quedó seleccionada para el proyecto de la reconstrucción de Intraciudad. Le van a pagar bien, dijo. ¿Y Adela?, pregunté. Ella se fue hace dos años, unas semanas antes de la desocupación de Intraciudad. El ochenta por ciento de su cuerpo era de prótesis. Estaba convertida en un monstruo, candidata segura para una posible nueva versión de Freaks. Le habían quitado los brazos. Yo no sé cómo papá la dejó sufrir tanto. Cuando nos fuimos a Houston, a ver si podíamos operarla, yo estaba muy chiquita y esto lo supe por mi hermana. Quedamos mal económicamente. Los médicos dijeron que sí, que todo saldría bien. Todo indicaba que valía la pena. Lo único que hicieron los hijoeputas fue facturar y fracturarla. De la operación Adela salió en coma. Ella, días antes de la Vitrum, la segunda operación, tenía cámaras por dentro que monitoreaban cómo se le movía todo, lo que faltaba era que proyectasen lo que ella pensaba. La agarraron de conejito de indias. Cuando salió del coma, lo primero que hizo o lo único que hacía era repetir el nombre de un chamo. Mario, Mario, Mario, el nombre. No sé si sería de las historias que se contaba y nos contaba a todos. Los medicamentos eran fuertes. A veces decía el tuyo, Samuel, Samuel, Samuel, que pusieran el demo, que la fueras a ver, decía, gritaba.

Aída se echó a un lado y adoptó una figura fetal, se quedó inmóvil y callada, como si sus pensamientos estuvieran jugando al escondite. Luego agregó: Hazme lo que le hacías a mi hermana. Tengo la guitarra en el carro, le dije. Y ella dijo: No, tontito. A Aleida. Gustabas a mis hermanas. No paraban de hablar de ti. Aleida no fue al concierto, porque no estaba segura de que eras tú y pensaba que eras “desaparecido”.



Cuando le pregunté si estaba bajo el efecto de algo, optó por quedarse callada. Cuando me preguntó boca abajo, con la voz desentonada y soportando mi peso, si me acordaba de ella, redoblé mis embistes. En la mañana la acompañé hasta una estación de autobuses. Me dio su dirección. Su nueva dirección.


Hoy, en la tarde, fui a su nueva casa. Me atendió una mucama. Me hizo pasar y que, por favor, tomara asiento y esperase a que Aída se arreglara para recibirme. La mucama me ofreció jugo de naranja o parchita, que cuál gustaba. Le dije que nada más tomaba agua, gracias. Al rato llegó Aída. Hablamos. Me siguió contando todo. Me dijo que sus papás estaban de viaje y que en Houston estuvieron a punto de separarse. Me dijo que quería estudiar diseño y montar una compañía con su hermana. Me dijo que era una mierda, no Aleida, sino ella. Me dijo que necesitaba ayuda y que si yo la podía ayudar. Me dijo que estaba sola. Me dijo que el mundo estaba dentro de ella, que le dolía como debe doler un tumor. Me dijo que no me fuera a las seis, sino a las siete. Que le hiciera compañía. Nos pusimos a escuchar música. Entre los discos encontramos el demo que le presté a Adela diez años atrás y daba por regalado. Me lo devolvió.


Acabo de terminar de escuchar el demo. La guitarra estaba algo desafinada.


ARMAS DE DESTRUCCIÓN MASIVA

José Javier Rojas



Desde que el mundo es, el poder ha recurrido a los hombres de luces para que ellos aumenten su fuerza (bruta) sobre los demás mediante el diseño y fabricación de armas. Aunque saber, como consta en los libros de Historia, que las inteligencias más preclaras de la humanidad hubieron colaborado activamente en el desarrollo de los instrumentos de destrucción que trajeron calamidades para todos, nos ponga a dudar un tanto de la “claridad” de sus inteligencias, la lista es casi tan extensa como exhaustiva, y a todo efecto, inapelable: desde Arquímedes hasta Oppenheimer, pasando por Leonardo, todos ayudaron en alguna medida a hacer de este un mundo peor.

El excelente ensayo del doctor John Forge, profesor de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Sydney, nos llama la atención sobre uno de estos diseñadores de armas en particular: Mikhail Kalashnikov. En el trabajo Kalashnikov sin consuelo, Forge concluye que los científicos solo deberían hacer investigaciones para el desarrollo de armas en tiempos de guerra, y conservar las patentes y derechos sobre las mismas para exigir su destrucción en tiempos de paz, porque el daño criminal que se haga con el resultado final de un diseño de arma dado es también responsabilidad ética del diseñador.

La ONU estima en no menor al centenar de miles las muertes atribuibles cada año a las armas ligeras en los conflictos del mundo entero. La cifra aumenta a millones de muertos, cuando consideramos las crisis humanitarias de enfermedades y hambrunas que azotan a los desplazados y refugiados que huyen de las guerras. La Small Arms Survey, organización con sede en Ginebra, promueve que las armas pequeñas sean consideradas por la comunidad internacional armas de destrucción masiva por el impacto nefasto que su uso sin control ha demostrado tener.

La industria de armamentos es un sector próspero: cada año el tráfico legal de armas pequeñas remonta cómodamente los $4 millardos. El tráfico ilícito se considera muy conservadoramente alrededor de $1 millardo. Estados Unidos, el principal exportador de armas, vende él solo $533 millones.

Interpelado hace poco por Nick Paton Walsh de The Guardian en su casa de campo a orillas de un lago en los Urales, Kalashnikov juega hecho unas pascuas con su nieta Ilona y se da por satisfecho porque su Avtomatni Kalashnikova ganara la licitación del Ejército Rojo en 1947. Diseñó su arma, dice, para defender a su patria.

Desde entonces hasta hoy, con algunas mejoras a su diseño original, del rifle de asalto AK-47 y sus variantes se han fabricado y distribuido extensamente más de cien millones de unidades. Resistente, confiable, y de fácil mantenimiento, el AK está acá, allá y en todas partes: sus ocho partes movibles pueden ser desarmadas y reensambladas en apenas 50 segundos para que cualquiera con apenas entrenamiento ponga una bala calibre 7.62 mm en la humanidad de otro cualquiera en 300 metros a la redonda. Kalashnikov puede no darse por enterado, pero más de 300 mil niños soldados apenas más grandes que su Ilona, siembran la desolación gracias al poco retroceso y lo ligero de su arma, que hace que hasta un niño desnutrido pueda usarla. Por apenas poco más de $30, uno puede comprar un AK de segunda mano en un mercado cualquiera en África.

Vinculado para siempre a la resistencia heroica del Viet Cong, inmortalizado en el escudo de Mozambique y en la bandera del Hezbollah, el rifle automático de Kalashnikov es el invitado permanente a la fiesta de la muerte: el artista colombiano César López ha hecho la variable más afortunada del diseño al convertirla en la escopetarra, una guitarra eléctrica.
La Unión Soviética desapareció en 1992 sin que el invento de Kalashnikov hubiera echado jamás un solo tiro en su defensa.


http://www.fas.org/sgp/eprint/franck.html

http://www.philosophynow.org/issue59/59forge.htm

http://www.theirc.org/

http://www.irinnews.org/Report.aspx?ReportId=72265

http://www.unicef.org/protection/index_armedconflict.html

http://www.unicef.org/emerg/index_childsoldiers.html

http://www.child-soldiers.org/

http://www.smallarmssurvey.org