e mërkurë, 13 qershor 2007

CONCIERTO PARA ÓRGANO SALMANTINO Y ORQUESTA

Juan Carlos Chirinos




El aire se serena viste de hermosura y luz no usada, Salinas, cuando suena la música extremada, por vuestra sabia mano gobernada; la música que va desde tus extremidades y sube en forma de aire por los conductos tubulares, unos gruesos, otros estrechos, unos largos, otros breves, y se libera en los cabos haciendo vibrar el ambiente con las longitudes de onda apropiadas para que una melodía llegue hasta los oídos de quienes te hemos venido a escuchar. Te acompañan diez violines, diez trompetas y una docena de cellos; un contrabajo inútil que trata con sus compañeros de acallar la rotundidad de tu sonido; ¿qué necio o titán decidió juntar estas dos orquestas? Porque eso es tu órgano, Salinas, una orquesta de aire y pedales que no precisa de acompañamiento; ¿para qué si tu monstruo es capaz de imitar las voces de cada uno de esos enanos que allí abajo te contemplan? Es capaz de chillar como la chirimía y aterciopelar los ojos cual melodía de fagot acatarrado; es capaz de crear la divinidad de los niños del coro y aterrorizar con las amenazas graves de los barítonos más furiosos.

El movimiento de tus extremidades sobre las teclas, a cuyo son divino el alma, que en olvido está sumida, torna a cobrar el tino y la memoria perdida de su origen primera esclarecida, levanta los techos de la catedral de Salamanca y deja pasar una luz mortecina (el cielo ya no está para los azules de otras épocas), y como se conoce, en suerte y pensamientos se mejora; el oro desconoce, que el vulgo vil adora, la belleza caduca, engañadora. Tus extremidades, Salinas, ya no son esos dedos finos y hermosos que tallaron los tubos de madera que reposan a tu lado, tus extremidades son también esos tubos de madera; y, aunque no lo hubieras querido, ahora órgano y organista son un mismo ser, una unidad por amor a Euterpe y de las mismas radiaciones anaranjadas del sol que brilla sobre tu cabeza.

En el afán de modernizar la vetusta ciudad, la Salamanca esculpida en piedra de Villamayor levantó los techos de sus edificios, segura que de esta manera la luz del cosmos abriría la luz del entendimiento y la modernidad. Esa luz que traspasa el aire todo hasta llegar a la más alta esfera, y oye allí otro modo de no perecedera música, que es la fuente y la primera. Porque también la música se coló por entre los agujeros hechos, y muchas otras sustancias desconocidas, como lo demuestran tus actuales extremidades, estas ventosas húmedas, estos palpos mullidos estos dedos sin uñas perfectos para hacer sonar cada tecla. Ya no son cinco los dedos de la mano sino cientos, tantos como tonos y semitonos produce el órgano de la catedral, el nuevo órgano que complementa tu cuerpo. Y el público, extasiado y obviando que la estética no ha sido demasiado generosa contigo en esta monstruosa transformación, ve cómo el gran maestro que eres tú, aquesta inmensa cítara aplicado, con movimiento diestro produce el son sagrado, con que este eterno templo es sustentado.

¿Acaso, Salinas, ya te has percatado de que sin el sonido que produces esta catedral, y la ciudad toda, se desmoronaría como el castillo de azúcar de un pastel de bodas? Tu música es vital, y como está compuesta de números concordes, luego envía consonante respuesta; y entrambas a porfía se mezcla una dulcísima armonía.

De hecho, los silencios de la orquesta que te acompaña cada vez son más prolongados, porque tu sola melodía despierta a los espíritus que te escuchan y devuelven la vida a las figuras que durante siglos han reposado en las paredes de la catedral; allí viene el astronauta, dando ingrávidos pasos por entre las columnas, ávido de alimentarse de tus dedos; detrás lo acompaña la gárgola con cucurucho y Melchor, el rey negro que protagoniza el nacimiento de Jesús, ya está sentado entre los oyentes, sonriendo y esperando el tum, tum que le recuerde las mañanas en los calores de su tierra; los amantes que copulan en lo alto de la casa han dejado de penetrarse y ahora se acarician al ritmo de tus dedos, son tocados por tus dedos, tus tentáculos mutantes; y todos los demás bajorrelieves que historiaban las paredes de la catedral han recobrado la vida o eso te ha parecido a ti, porque la luz naranja del sol ha invadido todo el territorio que tu vista negada alcanza: aquí, la alma navega por un mar de dulzura, y finalmente en él así se anega que ningún accidente extraño y peregrino oye o siente.

Y entonces llega el mediodía. El momento en que el sol está perpendicular a todos los que caminan sobre la tierra, el momento en que nadie se salva de su potencia: ¡Oh, desmayo dichoso! ¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido! ¡Durase en tu reposo, sin ser restituido jamás a aqueste bajo y vil sentido!

Alguno debía de darse cuenta: ese olor no era nuevo ni emanaba de la piedra de Villamayor; ese olor los ha estado acompañando en los últimos años; es un olor rancio, amargo, como huele la cocaína cuando pasa por el cielo de la nariz produciendo ese mínimo instante de asco seguido de un placer de rinoceronte que ha conquistado una gran sabana. Cortada detrás del puente romano, emitiendo su tufillo naranja, la central nuclear agrietada va sumiendo todo a su alrededor y dicta las formas de la ciudad desde hace lustros. Lo sabes, Salinas, esta manos nuevas, estos tentáculos tan agradables no nacieron solos, fueron creciendo a medida que dominabas tu instrumento y te fundías con él, con el órgano tubular, de aire a veces fétido que arrulla a los ciudadanos y las esculturitas de piedra que han recobrado la conciencia. Esa música que predica con dulzura mórbida: «A este bien os llamo, gloria del apolíneo sacro coro, amigos a quien amo sobre todo tesoro; que todo lo visible es triste lloro». Y no sabes hacer otra cosa, Salinas, no sabes de qué manera oponerte a este sol naranja, a este tufillo a coca de rinoceronte; sólo la música te salva, te enseñaron tus maestros y ahora que no eres ciego sino de la familia de los centuriones cefalópodos, sabes que si la música no salva de las catástrofes naturales, mucho menos lo hará de las catástrofes del hombre. Pero al menos lo disfrutas como nunca antes. Y mucho más las estatuas que te escuchan. ¡Oh, suene de continuo, Salinas, vuestro son en mis oídos por quien al bien divino despiertan los sentidos quedando a lo demás amortecidos!


http://juancarloschirinos.blogspot.com


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