e mërkurë, 13 qershor 2007

El IDIOTA AERODINÁMICO UN CUENTO TÓXICO PARA LEER EN DÍAS DE HECATOMBE

Enrique Enriquez (IM)




"El científico más talentoso del mundo no merece los asistentes más idiotas que existen". Al menos eso pensaba Mark Seibold, el gran ingeniero aeronáutico, viendo a sus dos "asistontos", como él gustaba llamarlos, quebrar sin ton ni son pipetas graduadas y tubos de ensayo, para luego castigarse mutuamente al mejor estilo de Los Tres Chiflados.

La pasión por el vuelo de Seibold estaba más allá de su propia razón. Su vida entera estaba dedicada a superar ese capricho de Dios por el cual los hombres no tenemos alas.

-¡Claro! -razonaba Seibold-. Si los hombres volásemos, los vidrios de la casa de Dios estarían todos rotos.

Mark Seibold -nacido Marco Marconi pero cambiado de nombre porque ya había un Marconi famoso y él no estaba para ser segundón de nadie- había perdido a su esposa e hija el mismo día, en su afán por alcanzar los cielos. Su hija murió probando el primer prototipo de Seibold, la pobrecita. Se trataba de una peluca hecha con fibras de una aleación secreta que, según su creador, permitiría a la niña elevarse. Se elevó, en efecto, pero cuando estaba a quince metros de altura la cabeza de la niña resbaló de la peluca y su tierno cuerpecito fue a quebrarse al suelo, dejando al "postizo no identificado" subir solo y errático, como un globo escapado de las manos de un niño. A raíz de eso su esposa se escapó también, pero con un piloto comercial, con más horas de vuelo y los pies mejor puestos sobre la tierra que nuestro inventor.

Desde siempre el pequeño Mark se había empeñado en afirmar que los hombres tenían que poder volar por sí solos, y desde entonces sus hipótesis fantásticas lo habían rodeado de burlas. Todos se mofaban de Mark Seibold y su obsesión por ser un pajarito. Todos, excepto los hermanos Montgomery.

Los hermanos Montgomery eran los idiotas del salón. Los buenos para nada, los payasos que de tanto errar se acostumbraron a ver la burlas como una forma de cariño. Acompañaron a Seibold desde el kínder, siguieron sus obsesiones en primaria, las alentaron en secundaria y se las aplaudieron en la Universidad. Eran los dos únicos seres humanos que jamás rieron de los sueños de Seibold. Eran, como dije, un par de tontos.

¿Por qué tanta fe en Seibold? Eso nadie lo sabe. Afirmar que los Montgomery eran retrasados mentales habría sido darles mérito. Baste decir que cuando sus neuronas hacían sinapsis luego se pedían disculpas. Sin embargo, Seibold pagó la fe que le tenían convirtiéndolos en sus "asistontos", bien como retribución a su amistad sin requiebros, o bien porque nadie más aceptaba su tesis de que los aviones eran una abominación que había retrasado la historia del vuelo humano por llevar a los hombres hacia una solución ficticia.

Entre la incomprensión de sus contemporáneos y el cretinismo de sus asistentes, Marcos Seibold sabía que estaba solo.

Pero había llegado el día de resarcirse para Seibold. Era el día en que, pese a las metidas de pata de sus "asistontos" y la burlas de sus vecinos, que no lo dejaban ya ni ir al mercado sin acompañarlo con un coro de risas, culminaría una vida dedicada a la investigación aeronáutica, probando exitosamente el Desodorante Propulsor.

Una aplicación vigorosa del Desodorante Propulsor de Seibold te mantendría seco, protegido y en el aire por veinticuatro horas. Al menos así rezaba el envase, diseñado por el propio Seibold, tras seguir un curso de mercadeo informal. Llegar a la fórmula correcta no había sido tan difícil como conseguir que la dichosa bolita rodase sin atascarse, pero lo había logrado. Años de experimentar fracasos, con los hermanos Montgomery viéndolo hacer, deshacer y llorar desconsolado, serían retribuidos pronto con pompas y homenajes. Él sería el primer hombre en volar libre y sin duty free. Para eso se había cerciorado de que ni siquiera sus "asistontos" tuviesen acceso a la fórmula, guardándola en su caja fuerte cuando se iba a dormir.

Cuando el profesor Seibold levantó el brazo derecho, aplicó suficiente desodorante, repitió la operación en el izquierdo, y se perdió en el cielo convertido en un chorro de luz, sus asistentes se dieron la mano, celebrando con satisfacción el éxito de la empresa.

-Un logro -dijo uno.

-Una conquista -recalcó el otro.

-Finalmente -puntualizó el primero

-Ya tenemos con quien jugar -terminó el segundo.

Dicho esto, aletearon fuertemente con los brazos y, como era su costumbre cuando nadie los miraba, salieron volando por la ventana.


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