e mërkurë, 13 qershor 2007

FÁBULA DE ESTRONCIO: LA LUZ DE ADENTRO

Sergio Márquez


―Debes brillar con tu propia luz interior― increpábanle a Enrico Fermi sus operáticas voces interiores, justo cuando transitaba los días a la vez más luminosos y más oscuros de su vida. Fermi nunca entendió demasiado bien este esquizoide axioma reiterado ad infinitum por su conciencia, y dedicó el resto de su existencia a la invención de un radiante supositorio plutónico que acallara con su luminiscencia los crueles alaridos en su cabeza. Fermi pudo, llegado virtualmente el fin de sus días, cristalizar tan peculiar dispositivo, y no dudó ni un segundo en ponerlo a prueba, utilizándose a sí mismo como conejillo de indias. Fermi introdujo el supositorio en su cuerpo por la vía acostumbrada, sintiendo prácticamente de inmediato el efecto psicomimético que los isótopos inestables ejercen sobre el alma de los científicos probos. A pocas horas de la aplicación, ya el noble anciano había adquirido las taumatúrgicas propiedades inherentes a los cuerpos radioactivos: podía impresionar placas fotográficas con el pensamiento, ionizar el numen de los gases, producir fantasmagóricas fluorescencias electromagnéticas y atravesar levitando los cuerpos opacos a la luz ordinaria. Explicar la epifanía que tal transformación significó en la vida de Enrico sería subestimar el buen entendimiento de nuestros lectores; ya jubilado, Fermi se dedicó entonces a iluminar el mundo. Trazó un plan maestro por medio del cual sembraría el anima mundi de electrones y protones fulgurantes, que a través de su energía transformaran el aura positrónica del planeta; no más guerras, no más destrucción y miseria: solo el centelleo ambarino de la radioterapia universal esparcida por la nebulosa de su frágil cuerpo etérico. Un plan maestro, sí, pero con una única y dolorosa falla: el sabio anciano desconocía el método que le permitiera irradiar aquella energía más allá de sus propios huesos. Sopló, meditó, se concentró, oró, escupió, grito, pero nada parecía permitir que Fermi modificara el mundo tal como lo conocemos por virtud de su energía subatómica. Tanto empeño puso en su labor mesiánica, que un día, en la cúspide de uno de tantos esfuerzos sobrehumanos de concentración, sus ya débiles intestinos lo traicionaron, y Fermi, agotadísimo, se cagó. Si, se cagó en los pantalones, y lo que de allí surgió maravilló al mundo presente y por venir. Enrico Fermi había cagado luz. Luz pura y enceguecedora, y todo lo que aquella luz fecal tocó, lo convirtió en inmediata maravilla. Por doquiera el hombre de ciencias cagaba, allí florecían la vida y el espíritu, allí fundaban reino los ángeles de Dios. El mundo cambió, Enrico lo metamorfoseó en un orbe refulgente de átomos danzantes. Llegada la hora de su triste e inevitable muerte, la humanidad entera, en agradecimiento, sepultó con honores papales a Fermi en un sepulcro cercano al nife del planeta, hecho de cien muros concéntricos de concreto armado entreverados con gruesas láminas de plomo fundido, mercurio y esferas de carbón. Su viuda fue obsequiada por los líderes del mundo nuevo con un moderno contador Geiger, para que así la pobre fuera capaz de sentir a su marido, donde quiera que estuviese, hundido para siempre en el corazón radioactivo de la tierra.

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